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Para esta edición se ha seguido de cerca a la princeps (Imprenta de El Álbum del Hogar, Buenos Aires, 1879). Tanto la ortografía como la puntuación del original se han puesto aquí al día, según se consideró conveniente.
A José Ramos Mejía
Acabas de publicar un libro, delicia de los materialistas, adeptos a una escuela formidable que va derrumbando muchas informalidades de los que se glorifican de la estación bípeda y de cierta circunvolución en el lóbulo izquierdo del cerebro.
Te miro, por ello, no ya con el cariño del antiguo amigo, sino con el respeto del discípulo, y me glorifico tanto más al dedicarte, como un homenaje, este juguete discutible, cuanto que pienso en el gran número de los que habrán escupido los venenos de su alma sobre tus páginas de luz.
Puedes creer en mi sinceridad y leer el Horacio Kalibang para convencerte. Los que solemos escribir obras de arte de este género no dejamos de dar a alguno de los personajes siquiera sea un rasgo de nuestro propio carácter.
Eduardo Ladislao Holmberg
(Buenos Aires, enero de 1879)
—… Es completamente falso —dijo el burgomaestre, llevando a sus labios la copa verde, en la que su sobrino acababa de servirle el delicado vino del Rin.
—¿Y lo creéis fuera de los límites de lo concebible? —preguntó Hermann con malicia.
—¡Lo concebible!, ¡lo concebible! Todo es concebible, sobrino, pero no todo es posible.
—Así he oído decir más de una vez; pero, desde que conocí el hecho, con su aterradora realidad, he llegado a comprender que existen fenómenos extraños que la ciencia humana no explica y que tal vez no podrá nunca explicar.
—Tu opinión no es más que la de un niño de escuela.
—¡Mi tío!
—¿Y qué? ¿Te imaginas, por ventura, que pueda ser otra cosa?
¿Qué, sino un mequetrefe, es el que niega las verdades reveladas al hombre por su contracción y aplicación incesantes al estudio de la Naturaleza, aceptando una necedad como la que acabas de manifestar? ¿Crees, acaso, que mis canas son de ayer? ¿Has pretendido sospechar que hablas con un religioso, fanático, que va a admitir tus preocupaciones a título de creencias o de fe? No, Hermann, no; estás muy equivocado. Pero ¿por qué no sirves al mariscal? Y tú, Luisa, ¿has perdido el paladar, después de lo que has oído? Kasper, pásame aquel jamón. ¡Capitán! ¿Rin?
—Gracias. Estoy servido ya.
—Mariscal, ¿una tajada de jamón? Excelente, mi mariscal: es del mejor que se fabrica en Pomerania, con pechuga de ganso.
El burgomaestre tenía razón. Era aquel un bocado exquisito, que todos juzgaron con rigor, sin poder llegar a otro resultado que el de declarar que era exquisito, con lo cual puede afectarse igualmente a una linda mujer y a un rico jamón de Pomerania.
Razón tendrá el lector, y mucha, para quejarse por la extraña introducción que me he permitido regalarle, antes de haberle presentado a Horacio Kalibang, con toda la solemnidad que el personaje y el lector merecen; pero no era posible comenzar de otra manera, porque al penetrar en el recinto en que aquella conversación se desarrollaba, en ese mismo momento, desmentía el burgomaestre Hipknock a su sobrino, el teniente Hermann Blagerdorff, y, fiel retratista, no he podido hacer otra cosa que tomar, sin antecedentes, las palabras consignadas.
Aunque hay personas de mala voluntad que sostienen que mi pariente y amigo, el burgomaestre Hipknock, lleva este nombre debido a la circunstancia de haberse atragantado con un hueso uno de sus antepasados, en tiempo de Carlos V, sostengo que es falso, aunque no tengo interés en demostrar lo contrario.
Luisa, la hija de mi pariente, cumple hoy quince años. Es una preciosa criatura, muy parecida a las lindísimas muñecas que fabrican en Núremberg, mi ciudad natal. Con esto he dicho todo. Sus ojos de cielo tienen ese candor de la inocencia sin límites; su cabellera de oro cae en rizos a los lados de sus mejillas, rosadas como una aurora y frescas como la hoja de una lechuga; y sus labios, cual esas guindas de la Selva Negra, no sé qué reminiscencia despiertan en el paladar, a tal punto que algo húmedo se estremece y se desliza por el ángulo derecho de la boca.
¡Quince años! La edad más deliciosa para una mujer, porque, no obstante, tener ya en punto ese inconsciente que llamamos corazón humano, su cabeza goza del más etéreo y divino de los vacíos.
¡Quince años! La edad en que no se piensa en nada, so pena de pensar en algo menos… y, sin embargo, no hay caso que más preocupe después de los veinte.
¿Por qué? Misterios insondables del endurecimiento de aquel inconsciente y de los huesos.
A pesar de todo, la hija de mi pariente no es un hongo. Sus manos de algodón saben fabricar unos pastelitos con almíbar por fuera y manzana por dentro, tan ricos y tan incitantes que hacen honor al hueso que no se tragó el antepasado de su padre.
Para festejar su natalicio, el burgomaestre ha reunido una concurrencia de buen apetito. Opina, como yo, que la mesa moderna tiene muchas piruetas y poco jugo; que no hay vino como el del Rin, y que el jamón es excelente cuando no es de mala calidad. Así es que, al entrar en el comedor, me he detenido un momento en el umbral para observar el cuadro que la familia y los amigos presentan.
En la cabecera de la mesa está sentado mi pariente; a su derecha, Luisa, vestida de blanco, con lazos azules; frente a ella, su primo Hermann, que la mira con toda la ferocidad de un teniente enamorado con consentimiento del mariscal Vogelplatz, sentado junto a Luisa, y deseando comulgar con el teniente.
El mariscal es un personaje tremendo: tiene todo el color y temperatura de un sol poniente en la nariz, y en el vientre, todas las dimensiones de un elefante bien educado. Engulle como un palmípedo y bebe como una tromba. El capitán Hartz, el párroco de la aldea; Kasper, secretario del burgomaestre, y su esposa; el maestro de escuela y el director de la parada más próxima, con su señora; y, frente al dueño de casa, su compañera… He ahí el conjunto brillante, reunido en casa del burgomaestre.
Mi asiento no ha sido ocupado y sólo consigo que nadie se mueva del suyo tomando rápidamente aquel.
—Vamos, Fritz —me dice mi pariente, sonriendo con aire burlón—, al fin, ¿eh? Ya creía que te quedabas rascando miserablemente ese violonchelo infame, que te da todo el aspecto de un sapo sentimental, cuando te sientas a mi lado.
—Está visto, pariente, que usted se empeña en detestar la música.
—Déjate de músicas, Fritz. La música no significa nada. Mira: esto es lo positivo, lo sólido, lo que puede digerirse bien; ¡y esto!, pásame tu copa: esto es Liebfrauenmilch, la mejor marca del Rin, la gloria de Alemania y de los paladares como los de los dioses.
—Muy bueno está; pero veo que he interrumpido una conversación interesante, tal vez, y no quisiera…
—Nada de eso: es una de tantas preocupaciones de mi sobrino.
—¿Cómo así?
—Figúrate que pretende convencerme de que un hombre puede perder su centro de gravedad, ¡ja, ja, ja!…
—¿Y por qué no? Si se lo colocara, por ejemplo, en el punto en que se neutralizan las atracciones de la tierra y de la luna…
—Ni he pensado en tal cosa —interrumpió el teniente Blagerdorff—. ¿No conoce usted a Horacio Kalibang?
—Un personaje de nombre muy parecido figura en La tempestad de Shakespeare.
—Eso es escaparse por la tangente —observó el mariscal, tragando con facilidad un enorme bocado—. ¿Conoce usted a Horacio Kalibang, el hombre que ha perdido su centro de gravedad? ¿Sí o no?
—No, señor mariscal, ni espero conocerle.
—Es un prodigio de la fantasía de Hermann. ¡Vamos!, coliflor y asado. Eres un mentecato, sobrino. Sirve vino al mariscal. Luisa, atiende, hija mía, al señor mariscal. ¡Capitán!, ¿quiere usted pasarme ese pollo que, no obstante la acción del fuego, salta en la fuente, como si también hubiera perdido la gravedad? Fritz, bebe, hijo, bebe.
—Gracias, pariente. No quisiera parecerme a Horacio…
—¡El señor Kalibang! —interrumpió uno de los criados entrando, espantado, en el aposento.
—¡Adelante, adelante! —exclamó el burgomaestre, poniéndose de pie, como ya lo estábamos todos, y dejándose caer en un sillón, cual si una bala le hubiera herido los pulmones.
Pero no había nada de eso.
El personaje que se presentaba en escena podría tener cinco pies de altura, es decir, 1 metro, 443 milímetros, y formas proporcionadas. Su rostro carecía completamente de expresión y, al verle, se diría que acababa de salir del molde de una fábrica de caretas. Ni un solo movimiento de los párpados revelaba las sensaciones que determina el cambio de luz o la variación de las imágenes. Sus pupilas no se alteraban con el punto de mira; eran como las de esos retratos que fijan al frente y que tanto pavor causan a los niños que por primera vez los observan. Era la expresión del plano en el relieve.
—Muy buenas noches, señoras y caballeros —dijo mirando simultáneamente a todos.
—Excelentísimas las pase usted, señor Kalibang —balbuceó mi pariente, el burgomaestre, al ver que los labios del recién llegado se movían de idéntico modo al pronunciar cada una de las sílabas de aquellas palabras—. Tome usted asiento.
—Gracias. Como carezco de peso, cualquier posición me es igual.
En aquel momento, sólo había dos rostros que no manifestaron el más profundo terror: el del teniente Blagerdorff y el de Horacio Kalibang. El primero brillaba con el relámpago de la victoria, el segundo tenía estampada la eterna sombra de la indiferencia. Yo no me cuento.
Kalibang hizo un movimiento con el brazo derecho y al instante su cuerpo se inclinó de tal manera que la línea de gravedad cayó a medio metro de sus pies.
—¡Imposible! —exclamó el burgomaestre—. Esto está fuera de todas las leyes físicas.
—A no ser que… —insinuó Kasper.
—Que… que… a no ser que seas tan mentecato como mi sobrino.
—¡Mi tío!
—Calla, Hermann —dijo Luisa, haciéndole un gesto que dominó al teniente.
—A no ser —repitió Kasper— que el señor Kalibang sea hueco o lleve pies de platino.
—¿Qué?
—Opino así, porque teniendo el platino un peso específico de 21, puede servir de resistencia a la gravedad del cuerpo en una inclinación de este grado, teniendo las piernas bastante energía para no ceder.
—No digas tal cosa, Kasper… El señor Kalibang nos ha declarado, al ofrecerle asiento, que careciendo de peso, cualquier posición le es igual.
—Señores y caballeros, muy buenas noches. Ya ven ustedes que no soy un mito.
Y girando sobre uno de sus talones, el señor Kalibang se retiró, inclinado de la misma imposible manera.
El mariscal había perdido el apetito, no obstante tocar a los postres; y los demás concurrentes, excepto Hermann y yo, guardaban el más extraño silencio y revelaban el más estúpido pavor.
—¿Sabes lo que es eso, Hermann? —pregunté al teniente.
—¿Si lo sé? ¡Vaya si lo sé! Es lo más estupendo que puede verse; la maravilla mayor entre todos los fenómenos: ¡perder la gravedad! Sonreí.
—Y qué indiferencia a toda opinión —dijo entre dientes el burgomaestre.
—¡Y qué mirada!… —agregó Luisa.
—¡Parece un búho! —dijo uno.
—¡Dos búhos! —insinuó otro.
Aquel preludio no me desagradaba, porque semejantes a los pajarillos que se despiertan entre sí, cuchicheando ocultos por las hojas, al despuntar el alba, los dueños de casa y sus invitados parecían animarse, mutuamente, después de un instante de terror, que había durado un minuto tan largo como un siglo.
—Yo sabré quién es Horacio Kalibang. Entre tanto, mariscal, terminemos lo casi terminado. ¡Vino!, ¡vino!, ¡café!… ¡Ea, muchachos, no dormirse!
Brille en la copa el vino transparente
y a raudales difunda la alegría…
—¿Ve usted, pariente, cómo no hay contento posible sin música? Usted mismo nos da el ejemplo.
—Son emociones, Fritz, emociones de otro género, que se traducen en notas destempladas. No sé si me comprendes, pero ya sabes que el exceso de impresión tiene que transformarse de algún modo. Yo canto, aquel ríe, otro llora…
—Yo tiemblo…
—Yo como…
—Yo bebo vino del Rin y amo la música porque sí… el bien por bien… la música por ella… ¿Qué significa la música? No sé ni me importa saberlo… ¡Vino aquí!… Se canta y se goza…
—Yo miro a Luisa…
—Pero el teniente no se escapa a mi mirada —agregó el mariscal, destellando un crepúsculo encendido.
Las penas mayores,
los hondos quejidos,
los pechos dolientes,
se curan, se acallan, se borran con vino.
—¡Bravo!
—¡Otra!
—¡Bis!
—¡Horacio Kalibang! ¡Otra! ¡Bis!… El hombre que ha perdido la gravedad… ¡Ea!, sois todos unos mentecatos.
Y tomando el sombrero y el bastón, el burgomaestre salió precipitadamente del comedor.
Un momento después, me retiré también, pensando que no es necesario llamarse Horacio Kalibang para perder la gravedad…
Para que el lector pueda apreciar la conducta de mi primo, el burgomaestre Hipknock, es necesario que me permita hacerle su retrato moral en dos plumadas.
El burgomaestre es uno de aquellos hombres que siguen con toda su alma los progresos del materialismo en Alemania. No cree en Dios ni en el diablo, está excomulgado hasta la quinta generación y asegura que nada pierde ni gana su raza con semejante regalo. Es un hereje, un condenado, un miserable, un canalla, un estúpido, un ignorante y todo lo que la indignación irracional puede sugerir a sus enemigos, que tales blasfemias le envían desde las sombras del incógnito.
Pero todos los que hemos tratado al burgomaestre sabemos que tiene un carácter incomparable… Insisto, tiene un carácter: es el mismo en presencia del Emperador y en presencia de sus amigos.
Incapaz de cualquier indignidad, practica el bien en todas sus formas y asegura, no sé por qué razón, que su mayor gloria es la de tener tantos enemigos a los que, por cierto, no conoce ni de vista. Pero, en cambio, sus amigos son numerosos, y tanto más sinceros cuanto que no necesitan de él ni él de ellos. Si ataca, lo hace a cara descubierta, porque no es un cobarde, y si alaba, jamás lo hace con intención de lucrar. Lo que ha dicho una vez, lo ha dicho porque tal era su opinión, y si ésta se modifica, es por la fuerza de las razones, jamás por un capricho.
No aspira a los altos puestos porque no sabe qué haría en ellos, comprende que en la lucha por la vida todo sacrificio voluntario reclama recompensa doble y, como vive contento y feliz con lo que tiene, su límite está en ello. Jamás diría al pueblo congregado lo que no fuera su opinión, y tendría un verdadero disgusto en tener que decir del pueblo lo que no había dicho al pueblo. En ninguna de las ceremonias en que ha tomado la palabra se ha apartado nunca del centro en que gira todo su anhelo para la humanidad. El trabajo sin descanso —dice— es el azote de los tiranos. Trabajad, pues, y seréis libres y felices. Y cuando algún amigo le ha pedido su opinión respecto del gobierno, no ha vacilado en contestar: «Los pueblos se forjan su gobierno. No hay más derecho divino que el del pueblo; los pueblos tienen, pues, el gobierno que quieren o el que merecen. Como la providencia es un mito, no se preocupa de ningún pueblo. Todas las formas de gobierno son buenas cuando los gobernantes no son unos tontos, pero hay congregaciones que prefieren a tales gobernantes, para pantallas de sus maquinaciones».
No ama la demolición cuando no sabe qué construir sobre las ruinas formadas ni cuando no va a mejorar una situación.
Por eso no ha querido tomar parte, jamás, en propaganda alguna de cuestión religiosa. Es materialista por la fatalidad de las razones, pero no cree que exista pueblo alguno ateo, ni que deba o pueda existir. «Las sociedades científicas —dice— tienen derecho de ser la razón. El pueblo no tiene más derecho que ser el sentimiento; para el sentimiento, hay Dios; para el sentimiento, hay un alma inmortal».
Hipknock figura en las listas de socios de numerosas corporaciones ilustradas de Europa y de América, lo que prueba que sus enemigos se equivocan. Los sabios que de cuando en cuando pasan por el pueblo le visitan con placer, porque es ilustrado y, lo que es más, incansable para resolver una duda. La ataca de mil maneras; la comprime, la estudia, la estruja, y en este combate, que en muchas ocasiones ha dado a otros, como resultado, una triste pérdida de tiempo, el burgomaestre sale siempre victorioso. No cuadrará jamás el círculo, no porque sea o no cuadrable, sino porque está persuadido de que perdería su tiempo, que puede dedicar a sus obligaciones oficiales, a su familia que ama o a sus tareas científicas.
En su lenguaje, en el seno de la intimidad, suele morder, pero jamás hiere, porque estima, y cuando estima, es franco. «La franqueza —dijo un día a su antiguo amigo el viejo mariscal— es el cañón del alma. Se puede ser charlatán sin ser franco, como se puede ser callado e indiscreto, o charlatán y discreto. Hablar mucho o no decir algo; a veces se habla para no decir».
Este es, en pocas palabras, mi primo el burgomaestre. El lector puede seguir, de un modo lógico, todo el desenvolvimiento de aquellas ideas fundamentales, ligadas íntimamente para formar su carácter. Ahora comprenderá también por qué razón se retiró mi primo del comedor de una manera tan brusca. Iba a resolver una duda. Iba.
La noche estaba oscura y una llovizna tenuísima acariciaba el rostro de los transeúntes. Por la calle de X, dos individuos caminaban en dirección a la Plaza de Federico el Grande.
Detrás de ellos, y a distancia suficiente para no perderlos de vista, un hombre de cierta edad se dirigía hacia la misma plaza que ellos. Cualquiera, al verle, hubiera dicho que era indiferente a los dos que le precedían; pero un fisonomista habría reconocido en su semblante todos los signos que revela el observador en observación. Sus ojos fijos en parte velados por las cejas, los labios apretados, cual si creyera que sus investigaciones podían escapársele en palabras indiscretas, la cabeza algo inclinada y, de cuando en cuando, un movimiento convulsivo de los dedos entre la barba: no podían expresar otra cosa que lo que en realidad había.
De pronto se detuvo, apartándose un tanto para no ser visto, al observar que los que le precedían se acababan de detener. Uno de ellos sacó con cautela el sombrero de la cabeza del otro, lo colocó en uno de sus bolsillos y, llevando ambas manos a la cara del segundo, pareció sacar algo pequeño de ella, y examinándolo con cuidado, prorrumpió en una maldición formidable, que hizo estremecer al observador.
—Donnerweter! —exclamó— Ich habe ihn jetzt gefunden… (¡Rayos y centellas, ya lo encontré!)
Sacó entonces del bolsillo otro objeto pequeño y, colocándolo en el cuello de su dócil acompañante, hizo los movimientos que hubiera hecho al dar cuerda a un reloj. Terminaba la operación, guardó la presunta llave.
Llamemos Oscar Baum al de la maldición y guardemos en silencio, por un momento, el nombre del otro.
A los pocos pasos volvieron a detenerse. Oscar Baum dijo algo al oído de su compañero, y éste repuso:
—Muy buenas noches, señoras y caballeros.
El observador oculto dio un salto en la oscuridad.
Pero lo que éste no había observado era que el que acababa de hablar llevaba el cuerpo inclinado hacia delante, de tal modo que cualquiera, al pasar a su lado, le habría adelantado la mano o el brazo para que no cayese, si no hubiera sabido de quién se trataba.
Un nuevo movimiento de Baum arrancó al otro estas palabras:
—Gracias. Como carezco de peso, cualquier posición me es igual.
—¡Horacio Kalibang! —murmuró el observador—. Horacio Kalibang, ¡ya sé que no eres más que un autómata!… Y satisfecho de aquella observación, cambió de rumbo y se encaminó a su casa. El burgomaestre Hipknock volvía vencedor. Ya sabía quién era Horacio Kalibang.
El burgomaestre acababa de levantarse. El velo de la incertidumbre había desaparecido de su semblante, ya risueño.
—¡Hum! Es hábil el artista. Veamos ahora qué se propone.
Y en aquel momento, cual si las circunstancias se reunieran para satisfacer su curiosidad, un criado entró en el aposento trayendo una carta.
Hipknock abrió el sobre y leyó:
Señor burgomaestre Hipknock:
Establecido en este pueblo, desde hace dos días, con el objeto de trabajar más tranquilamente que en Berlín, me tomo la libertad de invitar a usted, para las dos de la tarde, a esta su casa, calle X, donde tendré el honor de hacerle ver mis obras.
Fabricante de autómatas desde hace algunos años, los últimos descubrimientos de Edison han herido mi amor propio nacional, estimulándome a dirigir mis investigaciones en un sentido definitivo: estoy en vísperas de fabricar un cerebro con funciones propias.
Conociendo, como conozco, las ideas filosóficas y la ilustración del señor burgomaestre, he creído que a nadie mejor que a él podría pedir un juicio sobre algunos de mis trabajos.
Saluda al señor burgomaestre, con su más alta consideración:
Oscar Baum,
fabricante de autómatas.
—¡Hola!, Señor Baum… y usted había sido el desconocido de anoche, ¿eh? Muy bien. Veremos sus autómatas. ¿Y Kasper habrá salido con la suya? ¿Y qué dirá mi sobrino el teniente cuando lo sepa?
Dirigiéndose entonces al criado, le dijo:
—Corre a casa de Fritz y dile que le espero a almorzar; agrégale, también, que es necesario que venga, aunque se esté muriendo.
El criado salió y el burgomaestre quedó solo, entregado a sus reflexiones, las que, por cierto, no eran muy favorables ni a los espiritualistas ni a los clericales.
—Donnerweter! —dijo, repitiendo las palabras que había oído a Baum en la noche anterior— Ich habe ihn jetzt gefunden. He ahí lo que vamos a grabar en una lámina de oro, si el fabricante de autómatas dice la verdad.
—Muy buenos días, pariente —dije al ver a Hipknock en el comedor de su casa, momentos después—. ¿Qué acontecimiento motiva esta llamada?
—¿Qué acontecimiento? Lee esta carta.
Y entregándome la de Baum, la leí agradablemente sorprendido, según juzgó mi pariente: primero, por el anuncio de una obra tan grande como era la fabricación de un cerebro, y segundo, porque yo bien sabía que Horacio Kalibang no era sino un autómata; no pudiendo explicarme, por cierto, cómo había pasado ello inadvertido para mi primo.
Después del almuerzo, conversamos largamente sobre los últimos descubrimientos de los fisiologistas y llegamos al resultado siguiente: si Oscar Baum, para muchos, ha emprendido un desatino, para pocos no puede negarse que las probabilidades de éxito se encuentran a su favor.
A las dos de la tarde, el burgomaestre, a quien acompañaba yo, entraba en casa de Oscar Baum.
—¿Está el señor Baum? —preguntó a un individuo alto que salió a recibirnos.
—Pase usted adelante, señor burgomaestre.
—Ésa no debía ser la respuesta —dijo Hipknock—: somos dos.
—Pariente, ¿no ve usted que es un autómata? Esa respuesta prueba, por lo menos, que usted era esperado solo.
—Entonces estoy ciego, porque no he podido reconocerlo.
Al entrar en el salón, un individuo rubio, con anteojos azules, se levantó de una silla, en la que estaba sentado, y dirigiéndose al burgomaestre, le extendió la mano.
—¿El señor burgomaestre Hipknock? —preguntó.
—Para servir a usted. ¿Es con el señor Baum con quien tengo el honor de hablar?
—El honor es para mí, caballero. Me he tomado la libertad de invitar a usted porque antes de lanzar al mundo mis obras, deseo conocer la impresión que le causan.
—¡Terrible, señor Baum, terrible! Horacio Kalibang me ha producido toda la ilusión de un hombre vivo y, a no ser por una circunstancia especial, aún guardaría su misterio.
—Horacio Kalibang es el más imperfecto de todos, pero llama mucho la atención porque camina fuera del centro de gravedad.
—¿Nada más que por eso?
El señor Baum guardó silencio. Sus ojos hicieron una revolución en las órbitas, sus labios se apretaron, sus brazos cayeron inertes, mientras que una de sus piernas, por no sé qué movimiento del resorte, se desprendió de su cuerpo y cayó al suelo. El burgomaestre dio un salto sobre su asiento.
Por mi parte, prorrumpí en una carcajada tremenda. Mi pariente no había reconocido que conversaba con un autómata. Verdad que está ya algo corto de vista.
—Donnerweter! —dijo una voz en la pieza inmediata, cual si la ira le hubiera arrancado aquella expresión poco amable, y abriéndose la puerta, el burgomaestre vio aparecer otro individuo, idéntico al que acababa de deformarse, que acercándose a mi pariente, le dijo:
—Disculpe usted, señor burgomaestre, esta segunda libertad que me he tomado, de hacerme representar por un autómata; pero no dudo que ya lo estaré, porque la excelencia de la obra, rápidamente construida, es una garantía de mi respeto por usted.
—Está usted disculpado.
—La mecánica, señor burgomaestre, es una ciencia sin límites, cuyos principios pueden aplicarse no sólo a las construcciones ordinarias y a la interpretación de los cielos, sino también a todos los fenómenos de la materia cerebral.
—Es mi opinión.
—¿Qué es el cerebro sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma sino el conjunto de esas funciones mecánicas? La acción fisicoquímica del estímulo sanguíneo, la transmisión nerviosa, la idea, en su carácter imponderable e intangible, no son sino estados diversos de una misma materia, una y simple sustancia, inmortal y eternamente indiferente, al obedecer a la fatalidad de sus permutaciones, que producen un infusorio, un hongo, un reptil, un árbol, un hombre, un pensamiento, en fin.
—Todo está muy bueno, señor Baum; pero yo deseo ver sus autómatas, porque se hace tarde. Soy materialista y sus palabras no me causan espanto ni novedad.
El señor Baum se puso de pie y dirigiéndose a la puerta llamó a un criado.
—Avise usted a los maquinistas que el señor burgomaestre desea que comiencen las manifestaciones.
Al instante, una de las paredes del aposento se elevó como un telón, y vimos frente a nosotros una gran sala, en las que no faltaba nada: caballetes, pianos, flautas, fusiles, espadas, libros, etc.
El señor Baum volvió a tomar asiento.
—¡Música!… ¡Baile!
—¡Fritz!, vas a salir tú de autómata —me dijo el burgomaestre. Sonreí, porque aunque fuera cierto, mi pariente no sabía lo que le estaba pasando.
Y así fue. Uno de los autómatas, con un violonchelo en la mano izquierda y una silla en la derecha, se sentó en medio del salón; pero lo que más agradó a mi primo fue que su cara y su cuerpo eran mi propio retrato.
El músico ejecutó con maestría una preciosa introducción, después de la cual un pianista le acompañó de tal modo que no pudimos menos de aplaudir.
Un tercer autómata se acercó al piano y, dando vuelta una de las hojas del libro, la música continuó, agregando el canto, y tan hermosa fue la pieza que ejecutaron que mi tío no sabía cómo expresar su admiración al señor Baum, que se mantenía callado.
Los músicos se retiraron. En su lugar aparecieron dos hermosas niñas que, con traje de ilusión y guirnaldas de flores, bailaron con tal gracia y soltura El despertar de las hadas, que los músicos invisibles producían, que yo mismo tuve tentaciones de lanzarme en medio de ellas para acompañarlas. Se retiraron.
—¡Duelo! —dijo el señor Baum.
Dos gallardos jóvenes entraron al salón, por puertas opuestas, y después de saludarse, cruzaron sus armas y luego se detuvieron un momento.
—Era tu destino morir en mis manos.
—No tal, que la herida no es cierta en tus armas.
—¿Cobarde me has dicho?
—¿Cobarde? No debes cambiar mis palabras.
—He dicho y repito: las iras te ahogan, te ciega la rabia.
—Defiende tu pecho.
—¡Jo!, ¡jo!, que en el tuyo te hundo tu espada.
Y desarmando a su adversario al decir estas palabras, tomó el arma que acababa de caer y le cortó una oreja.
—¡Basta!, ¡basta! —exclamó el burgomaestre—, no puedo permitir que continúe. ¡Primera sangre!
—¡Pintura! —dijo Baum.
Dos maniquíes desnudos penetraron al taller. Uno de ellos llevaba en la mano paleta con colores, pinceles y tiento, y sentándose frente al caballete, ya pronto comenzó a copiar a su compañero, con toda la precisión de un artista consumado. Terminado el cuadro salieron del taller.
—Si estos son autómatas, es necesario confesar que no se diferencian mucho de nosotros —dijo Hipknock.
—Si el señor burgomaestre me permite —observó Baum—, yo invertiría la proposición.
No cansaré a mis lectores con la enumeración de los diversos cuadros que allí presenciamos: batallas, parlamentos, academias, paseos, bailes, escenas amorosas, cuadros místicos, etc., etc. Todo se presentó a nuestra admiración, con ese tinte especialísimo de verdad que sólo revisten las grandes obras de los grandes maestros.
Próximos a retirarnos, el burgomaestre, sonriendo de placer, más por hallar una especie de confirmación a la Teoría del inconsciente de su amigo Hartmann que por lo que había presenciado, dijo a Baum:
—Pero observo que ha faltado un cuadro de familia.
—Si el señor burgomaestre lo permitiera, la propia suya aparecería al punto.
—Como usted guste.
Y haciendo una seña, el salón se empezó a llenar de autómatas que, sentados luego alrededor de una mesa, desarrollaron, ante los ojos estáticos del burgomaestre, la mismísima escena de la noche anterior, con los mismos movimientos y las mismas palabras de la discusión sobre Horacio Kalibang, que entró un momento después y pronunció las palabras que todos le habían oído.
Mi pariente no pudo menos que soltar una carcajada cuando vio a su propio autómata hacer un gesto de espanto al entrar Kalibang, y llevando la mirada al autómata de Luisa, dijo:
—Pero observo, señor Baum, que mi hija mira demasiado al teniente Blagerdorff, mi sobrino.
—El señor burgomaestre notará también que su sobrino no paga con moneda falsa.
—Pero eso…
—Dejarían de ser autómatas, señor burgomaestre, si alteraran un solo pasaje.
El señor burgomaestre se puso de pie, tal vez para manifestar al señor Baum su indignación de una manera positiva, cuando éste echó a correr hacia la mesa y, trepándose sobre ella, se desarticuló uno de los brazos y lo lanzó sobre la cabeza del burgomaestre autómata, que, irritado ante aquel atrevimiento, pronunció estas palabras:
—Donnerweter! Ich habe ihn jetzt gefunden. He ahí lo que vamos a grabar en una lámina de oro, si el fabricante de autómatas dice la verdad. Las mismas que había dicho, en esa misma mañana, cuando recibió la carta de Oscar Baum.
Una escena terrible tuvo lugar entonces y comprendiendo mi pariente que era inútil luchar con aquellos muñecos feroces, me dijo:
—Fritz, es necesario retirarnos, pues no sabemos hasta dónde puede llegar la habilidad de estos energúmenos.
Ahí quedamos, batiéndonos en descomunal batalla. Si son ellos los autómatas o si los somos nosotros, no lo sé; pero te aseguro que cantan, bailan, gritan, saben y se baten con una habilidad tal, que más parece natural que de resortes.
Y ya nos retirábamos cuando un autómata, más alto y fornido que los otros, se acercó a la mesa y gritó:
—¡Basta, señores!, soy el más fuerte y tengo la razón; si alguno de vosotros me la niega, le partiré el cráneo, aunque la tenga. No soy solamente un autómata, soy la humanidad entera, y cuando la humanidad habla con la fuerza, la razón es el más despreciable de los juguetes de los niños.
¡Aquel autómata era un bestia!… ¡pero si era un autómata! La calma reinó en el salón.
—Ahora, señor burgomaestre Hipknock, ¿tiene usted alguna duda respecto de la habilidad de nuestro constructor? —preguntó.
—Ninguna, señor, ninguna.
—¿Tiene usted alguna pregunta que hacer?
—¡Oh!, ¡sí!… ¿Hace mucho tiempo que se han fabricado estos autómatas?
—¡Mucho!
—¿Y están todos aquí?
—No. Hay algunos miles de ellos que andan rodando por el mundo. Cuando se les acaba lo que ustedes llaman la cuerda, y que nuestro constructor llama su habilidad, volverán a recibir nueva fuerza y entonces, señor burgomaestre, entonces… Buenas noches.
Mi tío y yo nos miramos. Era lógico.
Entonces… entonces… nos retiramos, complacidos de las maravillas de que habíamos sido testigos, y terriblemente desagradados con estos pensamientos:
—¿Será Fritz un autómata? —[pensó] el burgomaestre.
—¿Será el burgomaestre un autómata? —[pensé] yo.
Al llegar a casa del primero, me despedí de él.
—¿No nos acompañas a comer, Fritz?
Pero yo ya estaba lejos.
Poco tiempo después, la casa del burgomaestre Hipknock se llenaba de gente para festejar un gran día de familia. El capitán Herman Blagerdorff unía, a sus destinos, los de la señorita Luisa Hipknock. Era muy natural. Habían leído Werther y se amaban.
Cuando dos jóvenes alemanes o de cualquier nacionalidad se aman, aunque hayan leído o no el Werther, se casan o no se casan. Sólo, sí, que hay que notar esto: cuando se van a casar, nunca se preguntan si son autómatas o no.
—Todos vienen, menos Fritz, ¿dónde estará Fritz? —se preguntaba el burgomaestre, haciendo un gesto de desagrado.
Cuando se sentaron a la mesa, Hipknock, de pie aún, dijo en tono solemne:
—¡Amigos míos!, permitidme una pregunta: ¿hay entre vosotros algún autómata? ¡Decídmelo, por favor!
Todos se miraron entre sí: los unos porque no sabían lo que era un autómata, los otros porque lo sabían demasiado.
—¿Y Fritz?, ¿por qué no ha venido Fritz?
Nadie lo sabía.
Horacio Kalibang entró a los postres y entregó al burgomaestre una carta de Fritz. Decía así:
Mi querido primo, burgomaestre Hipknock:
Hermann se me ha anticipado en el corazón de Luisa, no importa: tengo su autómata, que me amará perpetuamente, sin cambio ni mudanza, porque será mi amor grabado de un modo indeleble en las respuestas sinceras de sus resortes. Que sean felices serán mis votos. Te he acompañado como autómata durante la noche en que, reunidos en tu casa, celebramos el natalicio de Luisa; como autómata he ido contigo, al día siguiente, a la fiesta de Oscar Baum. Oscar Baum soy yo: no te espantes, pariente. Ya que Horacio Kalibang es un autómata también. Cuando Luisa tenga hijos, esa máquina humana les enseñará, con métodos especiales, todo lo que deban aprender. Para ello lo envío: es un regalo de boda. Aunque con forma de hombre, es un libro. Es el único ser a quien se le debe confianza. Soy bastante grande, noble y rico para que me creas poderoso. Tú has sido testigo. Tengo el mundo en mis manos porque lo manejo con mis autómatas.
Cuando, sumergido en el torbellino de la política, encuentres algún personaje que se aparte de lo que la razón y la conciencia dictan a todo hombre honrado… puedes exclamar: es un autómata.
Cuando, sumergido en las grandes batallas del pensamiento, tu adversario científico llame en su apoyo los misterios de la fe, puedes exclamar… ¡es un autómata!
Cuando veas un poeta que te pinta lo que no siente, un orador que adula al pueblo, un médico que mata, un abogado que miente, un guerrero que huye, un patriota que engaña, un ilustrado fanático y un sabio que rebuzna… puedes decir de cada uno de ellos ¡es un autómata!
Sí, Hipknock, sí: he llenado el mundo con los productos de mi fábrica.
Recuerda con frecuencia a Oscar Baum o, si quieres, a tu primo Fritz. Persiste en tus ideas: ¡son la luz del porvenir!
Un abrazo a todos.
Al leer esta carta, las lágrimas corrían por las mejillas del burgomaestre. Cuando su hija Luisa, ya esposa de Blagerdorff, se despedía, le dijo estas palabras al oído:
—Serás feliz, hija mía, porque hay algo grande y noble que vela por ti. Tendrás hijos, si obedeces, como todo el mundo, al automatismo orgánico. Yo seré el más feliz de los abuelos, ya que soy el más desgraciado de los primos; y cuando tenga un nieto, que será mi gloria y encanto, yo sabré decirle, y si muero, díselo tú: «Hijo mío, antes de esparcir los aromas que broten de tu corazón, examina con cuidado si no es un autómata la copa que los recibe».
El lector tocará los demás resortes.