Cómo leer

En teléfono:
Toca los laterales de la página.

En computadora:
Da clic en los laterales de la página, usa las teclas de dirección (← o →), pulsa la barra espaciadora o gira la rueda del ratón.

En papel:
¡Prueba a imprimir!

En resumen, todo funciona.

Portada de La batalla de Otumba

La batalla de Otumba

E. M. Ortega

Eulalio María Ortega y la Academia de Letrán

La academia y la piña. En México, dentro del mundo de las sociedades literarias de la primera mitad del siglo XIX, una destaca por su anécdota fundacional. Una noche cualquiera en la capital mexicana, en junio de 1836, un grupo de personas se reúne para, en algo que parece un juego, fundar una tertulia literaria llamada “Academia de Letrán”, al tiempo que festejan, ya que no con alcohol, con una piña por banquete (Prieto 166-167). Esta reunión, en apariencia insignificante, fue “el verdadero punto de partida de lo que hoy puede llamarse literatura original mexicana, porque comenzó a volar por sí misma”, según el parecer de José Zorrilla (en Campos 570).

La nómina fundacional fue reducida: en aquella ocasión se reunieron los hermanos Lacunza, José María (1809-1869) y Juan Nepomuceno (1812-1843), abogados con una carrera poco exitosa, pero interesados en la literatura; Manuel Tossiat Ferrer (1812-?), poeta hoy desconocido; y el joven aprendiz Guillermo Prieto (1818-1897), de entonces 18 años (Prieto 574). Tomaron prestado el nombre del empobrecido Colegio de San Juan de Letrán, en el que José María, el mayor de todos, tenía un ruinoso cuarto que servía de “taller literario” (Prieto 574).

Según Tola de Habich, por la naturaleza repentina de su fundación, “no es una locura suponer que la Academia de Letrán [fue] un homenaje al talento de José María Lacunza”, poeta consagrado; una forma de “crearle una reunión al maestro, en donde éste brillara, influenciara y formara futuros literatos” (xvii) Hay que tener en cuenta, además, que se reunían ya desde al menos dos años atrás (Campos 574), por lo que, más que fundarse, se formalizó la relación.

Por lo demás, no hubo impedimento para que el rumbo inicial virara hacia un fin mucho más ambicioso. Prueba de esto lo tenemos en el testimonio de Guillermo Prieto y sus Memorias de mis tiempos (1906), el documento más importante sobre la actividad de la Academia de Letrán. Allí señala que la tónica del grupo fue, entonces, “su tendencia decidida a mexicanizar la cultura, emancipándola de toda otra y dándole carácter peculiar” (Prieto 216). A esto habría que añadir que también se trató de “una ruptura en la costumbre del ejercicio de la literatura: deja de ser ‘propiedad’ de religiosos y gente educada gracias a su posición social y económica” (Tola de Habich xvi). Esta fue la importancia de la Letrán.

Es justo dentro de ese círculo, taller literario democrático —bajo la égida de Lacunza; pero con la visión de Prieto, que coopta nuevos miembros—, donde entra nuestro personaje en cuestión: Eulalio María Ortega (1820-1875).

El Año Nuevo de 1837. Entre junio y diciembre de 1836, Letrán recibió numerosas e importantes incorporaciones. Destacan las de Andrés Quintana Roo (1787-1851), Manuel Carpio (1791-1860) y José Joaquín Pesado (1801-1861); todos ellos eran figuras consolidadas que atrajeron la atención sobre las reuniones que en la Academia se celebraban.

Con menor renombre, Prieto informa que “a la sesión siguiente de la Academia [la segunda] ya figuraron en el cuarto de Lacunza, Eulalio M. Ortega, Joaquín Navarro y Antonio Larrañaga” (Prieto 167). Como ha señalado Antonio Campos, estos personajes habían formado parte, junto con Prieto un tiempo atrás, de las tertulias que se organizaban en casa de Francisco Ortega (1793-1849), padre de Eulalio y poeta con recursos que buscaba difundir las enseñanzas literarias y el oficio del impresor entre la juventud (Campos 573).

Pero fue con la llegada de Ignacio Rodríguez Galván (1816-1842) cuando la Academia de Letrán tuvo un escaparate mediante el cual difundir sus discusiones y visión de la literatura: los números de la revista El Año Nuevo. Se trató de un anuario cuya conceptualización vaciló mucho a lo largo de los cuatros años que duró (1837-1840); se habló de “libro”, “periódico anual” o, más vagamente, “colección” y “obra” (Campos 583). Lo que sí está claro es el corte de la publicación: “el afán por crear una idea de lo mexicano, señalar las virtudes, los valores y los problemas que compartían los habitantes del país recién independizado” (Nájera Ramírez 51). Basta revisar el índice del primer número para confirmarlo: títulos como “Moctezuma”, “Netzula”, “El lago de Tezcoco” o “Carácter de Colón”. (El anuario fue visto, no obstante, como una publicación no oficial. Prieto habla de sus números como mero “recuerdo de los trabajos literarios que he recorrido”, y atribuye a Galván su difusión más que a los lateranistas [217-218].)

En ese primer número también hace su aparición Eulalio María Ortega con “La batalla de Otumba”, relato que cierra el número de forma significativa, pues la crítica ha señalado su marcado antiespañolismo, mucho más radical que el de otros textos ahí compilados, como “Netzula” de J. M. Lacunza. Esta distinta visión estaría vinculada a la diferencia generacional de los distintos colaborares del grupo (Galván Díaz 11).

Ortega, sin embargo, no volvió a publicar en El Año Nuevo sino hasta su número final, en 1840 (año también de la disolución del núcleo original) (Pacheco 22). Allí publicó dos traducciones: “Bertinazzi y Clemente XIV” y “Sobre los destinos de la poesía por Alfonso Lamartine”; además de un poema original titulado “A…”.

Por lo anterior, y por el episodio histórico que aborda, “La batalla de Otumba” reclama nuestra atención. Se trata de una reelaboración de los sucesos acaecidos tras la “Noche triste”: el enfrentamiento entre mexicas y españoles en la ahora conocida como “Batalla de Otumba” (1520), actual Estado de México. La narración tiene como protagonista a Cihuacatzin, guerrero mexica que debate en su interior cuál será el destino final de su nación, de la que Huitzilopochtli, dios de la guerra, ha advertido su derrota frente a los españoles, “dueños del rayo”. Es una elección notable, pues dicho enfrentamiento representó el comienzo del fin para el Imperio mexica, por lo que las proclamas antiespañolistas aparecen como un reclamo fundamentado en un proyecto literario consciente (a este respecto, véanse los citados estudios de Nájera y Galván).

Bibliografía

Campos, Marco Antonio. “La Academia de Letrán”. Literatura Mexicana, vol. 8, núm. 2, 1997, pp. 569-596.

Galván Díaz, Félix Joaquín. “Entre la repulsión y el deseo: dos relatos históricos de El Año Nuevo”. Humanística, núm. 3, 2021, pp. 1-22.

Nájera Ramírez, Gabriela. “La conformación de la identidad mexicana en ‘La batalla de Otumba’ de Eulalio M. Ortega”. Marco Antonio Chavarín González, ed., Literatura y prensa periódica en México a través del siglo XIX y principios del XX. El Colegio de San Luis, 2022, pp. 51-72.

Pacheco, José Emilio. A 150 años de la Academia de Letrán. El Colegio Nacional, 2013.

Prieto, Guillermo. Memorias de mis tiempos. Librería de la Viuda de Charles Bouret, 1906.

Tola de Habich, Fernando, ed. y pról. El Año Nuevo de 1837 (t. 1). Universidad Naciona Autónoma de México, 1996.

Sobre esta edición

Para los fines de la presente edición, se ha seguido de cerca el trabajo, en cuatro volúmenes, que realizó Fernando Tola de Habich de los números de El Año Nuevo (edición facsimilar). Como se mencionó, “La batalla de Otumba” aparece en el primer número: El Año Nuevo de 1837, Mariano Arévalo [impresor], Librería de Galván, México, 1837, pp. 180-188; recuperado en El Año Nuevo de 1837 (t. 1), UNAM, México, 1996. No se tiene noticia de otros testimonios, por lo que aquí se toma el texto de la princeps tal y como lo reproduce Tola de Habich.

Se ha modernizado la puntuación y la ortografía según se consideró conveniente. Sobre las grafías antiguas, se han efectuado los siguientes cambios generales: uso de {j} allí donde se lee {g} (gefe > jefe), uso de {x} por {j} en Méjico y sus derivados, así como el uso de {y} como conjunción (< i). En cuanto a la disposición de los diálogos, se ha optado también por las convenciones modernas, separando las intervenciones en líneas independientes.

I

El sol se hundía ya en el horizonte: sus rayos iluminaban apenas las cúspides de las montañas, dándoles un color tan sangriento como el que tenían los llanos que habían sido el teatro de las horribles crueldades de la barbarie española. Un guerrero marcha silencioso por un bosque en que reina el silencio de los sepulcros: sus ricos vestidos indican su alto rango. Párase al pie de una roca, hace una señal, y al punto se halla en los brazos de su encantadora Xóchitl.

—¿Al fin te vuelvo a ver? —dice la joven.

—Sí —le responde—, acaso será esta la última vez en que goce de tus caricias. Mañana, al aparecer el sol en el oriente, sonará la trompeta guerrera y llegará el día de las venganzas. Los bárbaros castellanos, prófugos y derrotados, se han librado con dificultad del valor de Guatimotzin. Este héroe, no contento con haberlos arrojado de la capital del Anáhuac, se me ha unido, y yo me ensoberbezco de tenerlo por compañero de armas. Cortés probará mañana que los pechos desnudos de los mexicanos, pero animados por el amor de la patria y [la] religión, se lanzan a la muerte sin temor, protegidos por la justicia y defendidos por los dioses. Privado de los tesoros que ha amontonado, separado de su mujer e hijos, maldecirá su destino y expirará entre los tormentos. El valle de Otumba brillará en la historia de España con la luz siniestra de los cometas. Los despojos de los ibéricos nos enseñarán el modo de fabricar el rayo; y traspasando el océano, los atacaremos en sus hogares, incendiaremos sus habitaciones, talaremos sus campos, y convertiremos en ruinas toda la España. Cuando no se halle un español en todo el mundo, forzaremos al destino a que borre la Iberia del padrón de las naciones; y volviéndonos a Anáhuac, dejaremos flotando el pabellón mexicano sobre los escombros de la España con el terror y la desolación por defensores; por muros, montañas de cadáveres; y por fosos, lagunas de sangre.

—No esperaba yo encontrar otros sentimientos en el hijo de Cualpopoca —dijo Xóchitl—. Tu patria, religión y padre piden venganza. Mira su sombra sobre esos peñascos gigantescos de nubes. En su diestra esgrime el hacha de los combates y en su heroica frente está el yelmo adornado con los despojos de Quetzalli —dijo estas palabras la heroína, dirigiendo la vista hacia un grupo de nubes que, iluminadas por los últimos rayos del sol, undulaban a manera de llamas.

—Sí —dijo el héroe—, mañana haré ver la sangre que corre en mis venas. “Odio eterno a la España”, exclamaba Cualpopoca al atizar los verdugos la hoguera en que yacía. Sombra venerable, vuelve a tu sepulcro. Tu hijo imitará tu ejemplo; y aun cuando no quede un mexicano, las rocas del Anáhuac se precipitarán sobre los malvados sin hallarse ni aun el lugar de sus tumbas; y borrándose hasta la memoria de su existencia.

—¡Padre, padre! —dijo el héroe levantándose y volviendo a caer en medio de violentas convulsiones. Todos sus miembros de movían y parecían agitados por el ángel de las tinieblas. Sus ojos se volvían hacia todas partes: así en el otro tiempo giraban desordenadas e informes las materias en el caos. La luna que se elevaba sobre el oriente esparcía por entre las ramas de los árboles una luz tan funesta como la imaginación de un desgraciado. De repente, las nubes, que hasta entonces habían imitado las cumbres de los volcanes o las llamas de un incendio, se agolparon con horrísono bramido; una de ellas, más negra que los proyectos de un malvado, cubre el astro de la noche. Reina de la oscuridad, interrumpida por la luz pasajera del relámpago y el lejano estampido del rayo y granizo, invade el viento, hace estremecer la tierra. El aire desencadenado arranca de la tierra al encumbrado sabino, que, precipitando enormes rocas, forma ancha fosa por donde se lanzan torrentes de agua tan irresistibles como el destino. Xóchitl, entretanto olvidando su propio peligro, sólo trata de volver en sí al caudillo de las huestes mexicanas. A fuerza de caricias y halagos, hizo reponer de su acceso a Cihuacatzin. En todo su rostro estaba pintado el deseo de venganza; clavaba los ojos en los objetos que tenía alrededor con la expresión de las pasiones que lo agitaban. Paulatinamente se fue sosegando, hasta que al fin dijo a su amada:

—Mañana se aventurará una batalla, y tal vez será la última en que vibre mi espada, separándome de lo que tengo más caro en la tierra, y yéndome a unir con lo que tengo de más querido en el cielo. Tú sabes dónde reposan las cenizas de mi padre; si la suerte es adversa a mis compatriotas, ocúltalas en el retiro más aparado y riégalas con tus lágrimas, con esas lágrimas tan bellas como el rocío del mañana.

—¿Son estos los pensamientos —replicó Xóchitl— del caudillo de México? ¿No predecías poco ha los triunfos de nuestras banderas y la venganza de la patria?

—Sí —dijo el héroe—; pero en medio de mis convulsiones se me presentó Huitzilopochtli y, con una voz más aterradora que el trueno, me dijo: “Cihuacatzin, mañana será subyugada tu patria: sus crímenes han excitado la cólera de los dioses: no son ya los mexicanos aquellos guerreros que, siendo todas sus riquezas la macana y el arco, subyugaron a cien naciones. Enriquecidos con los tributos de las esclavizadas, afeminados y sumergidos en los vicios, no derraman más sangre que la de las víctimas indefensas. Tu espíritu irá a unirse al de tus antepasados”. Dijo, y desapareció la sombra como se ahuyentan las halagüeñas esperanzas de un cautivo al sentir los dolores que le causan sus ligaduras. Cuando volví en mí, me encontré con esta tempestad: del mismo modo se desencadenaron los elementos la víspera de la venida de los españoles.

—¿Y así te dejas dominar por un vano delirio de tu acalorada fantasía, y por un fenómeno tan común como una tormenta? Mañana será el día de tu gloria: vencidos los españoles, no hallarán ni cavernas en que ocultarse. Ellas cerrarán sus entradas para entregarlos a los suplicios de los criminales. Tu mano será dirigida por Cualpopoca y tu diestra será tan funesta a los españoles como la de tu padre. En vano huirán: los seguirá Cihuacatzin, los cortará Guatimotzin; sus cuerpos no hallarán sepultura y serán presa de las aves de rapiña.

—No —repuso tristemente el guerrero—, tienen el rayo y están defendidos por las armaduras; se burlarán de nuestros esfuerzos como se burla el águila de los inexpertos cazadores. Adiós, Xóchitl, la eternidad me amarga; allí lloraremos juntos la servidumbre de mi patria.

—Adiós —dijo ella—, mañana entonaremos juntos el himno de la victoria.

El guerrero marchó pausadamente; y como si la providencia lo dirigiera, las nubes se dispersaron como en otro tiempo se dispersaron los ejércitos más aguerridos al entrar en lucha con los invencibles romanos. La luna brilló en todo su esplendor: este astro misterioso y solitario inunda de una melancolía dulce los corazones afligidos, mientras que su luz suple [a] la ardorosa del sol. Sin su auxilio no hubiera podido reunirse a las huestes mexicanas el jefe de ellas: los torrentes bajaban destrozando con igual furia la robusta encina y la tierna flor, que acaso estaba destinada a adornar la frente de una doncella. Sus aguas blanquecinas cubrían todos los montes de copos de nieve, y su rumor percibido a lo lejos era muy semejante al confuso murmullo que a alguna distancia se oye salir de las ciudades populosas. Xóchitl, entretanto, seguía con la vista a su amante, deseándole en su interior la victoria.

II

El guerrero llegó por fin a unirse con las tropas, y se recostó a descansar; su imaginación exaltada le impidió conseguirlo. Apenas el sueño le hacía cerrar los ojos, cuando la imagen de su padre, colocado en la hoguera y luchando con las agonías de la muerte, le hacía apoderarse de sus armas para arrojarse sobre sus verdugos. Otras veces creía ver a su amada en poder de los españoles, sufriendo todas las desgracias que pueden pesar sobre una bella. Otras, en fin, veía a su ejército destrozado; sus amigos prisioneros; su patria esclavizada; y él, abandonado, apurando el cáliz de la amargura. Por fin los rayos del sol comenzaron a visitar nuestro hemisferio, opacando con su luz a los demás astros. Sólo Venus, tan bello como la diosa que el dio nombre, brilla hacia el oriente, trazando el camino que debe recorrer el sol.

Los sacerdotes mexicanos colocados en el centro del ejército hacen sonar la trompa sagrada, y los guerreros nacionales toman sus armas con la alegría en los semblantes y la esperanza en los corazones. Cihuacatzin y Guatimotzin ordenan el ejército; y mientras el último espera la victoria, el primero va resignado a un sacrificio que cree cierto. Lleva en sus manos el estandarte de la patria, adornado con todas las riquezas que produce el fecundo suelo del Anáhuac y reverenciado como el signo de la victoria. A su rededor marchan millones de hombres que palpitan de gozo al ir a combatir con los bárbaros invasores de un país cuyo único crimen era ser el más privilegiado de la naturaleza. Entretanto, los sacerdotes sacrifican a Huitzilopochtli sus víctimas, sacándoles el corazón, aún vivas, con la misma destreza con que lo hicieron en otro tiempo los satélites de Pedro I de Portugal con los asesinos de la interesante y desgraciada Inés de Castro. Y examinando las entrañas aún palpitantes, fingían agüeros absurdos, superstición común a los que llaman bárbaros americanos con los habitadores civilizados de la Grecia e Italia.

En tanto, los españoles en la otra parte del valle marchaban pausadamente a colocarse bajo sus banderas, como criminales conducidos al suplicio; y su jefe revolvía en la mente todos los recursos de su ingenio para salir del difícil paso en que lo había colocado su temeridad. El sol iluminaba ambos ejércitos, y mientras sus rayos eran rechazados por las bruñidas armaduras de los españoles, iban a encontrar su tumba en los mágicos tornasoles del pavo real que adornaban las frentes de los guerreros de Anáhuac. Marchan ambos ejércitos y se confunden, como sucede con las masas de dos torbellinos encontrados. Los mexicanos, animados por la venganza, se abalanzan sobre aquel puñado de españoles como se lanza el enjambre de abejas sobre el zángano que iba a gozar del fruto de sus trabajos. De improvisto, se oye un sordo murmullo y huyen los mexicanos como perseguidos por espíritus maléficos; y los españoles, que poco antes esperaban su total exterminio, se ven dueños de la victoria y de los despojos de los vencidos. El pabellón mexicano flota en las manos de Cortés, y su vista aterroriza más a los americanos que si estuviese suspendido sobre ellos el rayo de la destrucción. La tierra está cubierta de cadáveres; las aves de rapiña vuelan alrededor del campo esperando el tiempo oportuno para hacer su presa, pues actualmente está entregado a la codicia de los españoles.

III

Viene la noche y los vencedores se retiran. No se oye más que algún quejido de un guerrero moribundo y el triste canto del búho que parece llorar este día desgraciado que, por tres centurias, sujetó a mi patria al bárbaro yugo de los indignos sucesores de Pelayo. Un hombre acompañado de una mujer viene a turbar el silencio sagrado de la muerte. Se dirigen al centro, donde, en medio de cadáveres españoles, está tendido un guerrero mexicano; sus sollozos indican el amor que profesan a este cuerpo frío. Un gemido les indica que aún vive la persona a [la] que tributan este homenaje. El hombre parte velozmente y trae agua en un casco; la esparcen sobre su rostro y al fin se recupera del parasismo.

—Cihuacatzin —dice el recién venido—, día de horror y desesperación.

—Te engañas, Guatimotzin; día de felicidad: Huitzilopochtli me ha ofrecido que yo, tú y Xóchitl atormentaremos en la otra vida a los españoles. Hasta la eternidad.

E. M. O.,
noviembre 30 de 1836

Volver a la biblioteca