Es oficial. Ahora mi vida le pertenece a otra ciudad: Cuernavaca. Mañana se cumplirán acaso dos semanas de extrañamiento constante en esta otra latitud del mundo. Mientras escribo, no puedo evitar pensar en que toda la fascinación inicial pronto cedió a la nostalgia. Nunca he sido fan de profesar orgullo sobre accidentes azarosos de nuestra identidad. ¿Nacionalismo? No, por favor. ¿“Espíritu universitario”? Asco. Pero ¿nostalgia por el terruño? Me puede un poco.
Cuernavaca es encantadora, o eso me parece a mí, cuasiturista del Altiplano que jamás en su vida había visto calles semejantes, pobladas de árboles y con tremendas pendientes. (¿Cómo es que la gente se acostumbra a caminarlas todos los días? ¿Alguna vez pensarán en que fue una mala idea hacer una ciudad sobre monte?)
A pesar de todo lo que aquí hay de diferente, las pequeñas ceremonias de mis veintialgo años desean persistir, aunque ya no sean valederas. Luego de perderme en esta ciudad desconocida tratando de buscar un supermercado, es natural que piense que mi vida ahora está como enclaustrada en los límites de mi propia individualidad. Una pequeña y risible tragedia representada para mí y por mí (porque aquí el transporte público carece de un mapa unificado). No conozco a nadie, no sé quién o qué dicta “los gestos, los parlamentos, las decoraciones”, y lo que ahora es mi casa se siente más como un alojamiento pasajero que como el verdadero hogar.
No pensé que extrañaría el sol afilado de San Luis, sus imponentes nubes. Veo llover casi todos los días en Cuernavaca. Sentado frente a la computadora puedo ver a través de la ventana de la cocina. Si alzo un poco la vista, aparecen los límites boscosos de la ciudad. El agua cayendo sobre ellos me resulta —quizá por efecto de una nostalgia que no puedo terminar de analizar— tan extraña, tan lejana. ¿Qué habrá sentido la primera persona que vio la lluvia?