Nota bene

Lo siguiente fue escrito hace más de un año. En un principio, haría parte de un esfuerzo privado para escribir un diario, pero no uno cualquiera: uno pensado bajo lo que anota María Zambrano en La confesión, su ensayo de 1943 (con adendas en décadas posteriores). La lectura de ese pequeño libro me resultó revolucionaria, al mero estilo anunciado por Pizarnik en su Árbol de Diana (1962): «La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos». Es decir, un esfuerzo apasionado por aprehender un objeto de estudio y, en el intento, terminar subvirtiendo al propio individuo; una tarea, sin duda, de la tan vilipendiada «vida contemplativa».

Cuando se habla de libros, asignarles valores equivalentes a un buen consejo vital puede sonar cliché y hasta sospechoso. Se sabe: los libros de autoayuda existen para nivelar mesas. Huimos del libro como sucedáneo de algo quizá más profesional o empírico —⁠ir a terapia, cof, cof⁠—. Pero de justo eso trata la La confesión. Es un estudio sobre un género literario que espera del individuo el necesitar una vida sucedánea. Así, pues, en aquel enero de 2023 en que terminé de leerlo, sus ideas me animaron a querer seguir persistiendo como ser humano más allá del conflicto entre mi vida interior y la exterior. Se entiende, pues, que no hablo de un efecto placebo. Y aunque al final nunca realicé el diario, las siguientes palabras quedaron a manera de prologómenos para quién sabe qué proyecto de introspección personal. Las traigo aquí para dar fe del Alejandro del pasado, porque me testimonian un acto de lectura importantísimo, porque sin su esfuerzo el yo actual no sería posible.

Prologómenos

Terminé de leer La confesión hace unos días, un hermoso ensayo de María Zambrano cuyo centro son las Confesiones de San Agustín. Desconozco cuál haya sido el propósito de Zambrano —⁠que siempre resulta tener historias de ánimo menor para la génesis de sus libros⁠—, pero me hizo muy feliz darme cuenta de que era un libro hecho desde el amor. Zambrano estaba alumbrada, fascinada por los retazos vitales de San Agustín. Eso siempre me ha parecido maravilloso; que gente que de otra forma no se conocería pueda abrazarse a través de la palabra escrita.

Ella dice que el éxito de toda confesión es hacer que el lector la experimente —⁠que la padezca, si queremos acercarnos a lo que decía Poe sobre el cuento⁠—. Casi que no se para a definir qué es exactamente aquello que llama «confesión». Una revisión no muy inteligente al diccionario arroja lo siguiente: «Relato que alguien hace de su propia vida para explicarla a los demás» (DLE). Así, pues, una confesión que realmente lo sea —⁠superando, por ello, a la novela o a las memorias⁠— tiene que crear un tiempo de vida propicio para la vivencia de lo ajeno. Para esto se requiere lo que ella llama transparecia: una conjunción habilidosa entre honestidad y fe.

Porque la caridad que les hace buenos les dice que yo no miento en mi confesión sobre mí, y ella es la que da en ellos fe de mí.

San Agustín, Confesiones

Zambrano a veces divaga entre las razones que la llevaron a escribir. Le preocupa la confesión como género literario porque ve en ella una posible solución a un problema no poco relevante: el de congeniar felizmente vida y verdad (razón). El que hace la confesión es alguien como San Agustín —⁠un paso más adelante que el quejumbroso Job⁠—: quien habla porque su vida ha perdido su centro (de lo contrario, tendría a alguien, un interlocutor real). El que hace la confesión quiere conjugar un orden y un tiempo vitales de los que ahora carece. Dice Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso: «¿Y si para que algo pase hiciera yo una promesa?». Esa promesa no es sino la de uno mismo consigo mismo, con aquello que surge de la desastrosa —⁠y bien moderna⁠— desarmonía entre la vida interior de nuestra verdad —⁠aquello que queremos ser, aquello que imaginamos que somos para el resto, nuestros actos y declaraciones⁠— y la vida exterior —⁠lo que nos imaginan o las obligaciones del trabajo, por ejemplo⁠—. Vida interior que no recibe a la vida exterior y viceversa, como dos gatos en pelea de azotea a media noche. Por eso el desvelo, la pesadumbe, la ansiedad.

En la Biblia, el arcoíris es el símbolo de la alianza renovada entre la divinidad y el hombre, entre la pura existencia suprema, el cuerpo por el cuerpo, el alma por el alma, y nuestra parcialidad hirviente de laberintos. Debería haber un símbolo entre el sujeto y él mismo.

Yo no sé si quiero hacer confesión por Zambrano o por una razón harto más antigua, pero quise aventurarme a hacerla de todas formas. Dice: «La confesión parece ser así un método para encontrar ese quién, sujeto a quien le pasan las cosas». Es decir: Yo en busca del Yo, ese «amado espacio de revelaciones» (Pizarnik). En realidad, no necesito una razón o utilidad para la confesión, pero hay que introducir el tema a un virtual interlocutor.

Esto también debe mucho a Alejandra Pizarnik. 2022 fue el año de relectura de su obra. Quedé devastado. Me gustaría no sentirme tan ella leyéndola a Ella. Ella murió, se suicidó. Sí, esa es la gran falta de armonía de mi vida: la muerte y el cansancio me susurran palabras dulces para que me vaya con ellos. Perdón por el eufemismo, pero decirlo entero como confesión será tarea de mi yo futuro.

Hace poco di con una idea alterna: «el sentimiento de no querer existir». Creo que eso es más certero, me siento tan fuera de mí que siento que no siento. Mi confesión tiene mucho de otras voces, así la quiero, así la necesito: llena de Santa Teresa, de Yoshimoto, de Sor Juana, de Horacio, de Pizarnik, de Zambrano. Quiero vivir mi vida como debe ser vivida, como un espectáculo mayor, como la realización plena de mi cuerpo apoderándose de mis energías para vivir más allá de la mera inercia.

Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.

Pizarnik, «El deseo de la palabra»

No sé a dónde voy. No sé con quiénes cuento. Pero me tengo a mí mismo, mi más alta expectativa, el único que puede salvarme, el único cuerpo que tengo, el único tiempo que tengo, el único espíritu que tengo. Quiero hacerme propicio para mí mismo.


Estoy obligado a hacer algunas equivalencias:

  1. Espíritu. Yo no creía en el alma, pero luego de Zambrano volvió a parecerme un concepto usable. Ella, no satisfecha, desdobla un tercer nivel: el espíritu. No voy a ponerme estricto, pero la equivalencia es así: cuerpo = cuerpo —⁠no hay pierde⁠—; alma = potencias intelectuales del individuo, lo que no es el cuerpo pero emerge de él —⁠se complica⁠—; y, espíritu = vida interior, el punto de encuentro de ambas cosas. Es decir, aquello que no necesariamente es manifiesto (en el sentido de que uno no siempre sabe expresarse), pero existente como si de huellas vitales en nuestro ser habláramos.

  2. Mayor. Me refiero a un símil musical. Las escalas «mayores» están asociadas a lo feliz o exitoso, a la paz o a la victoria. Pero no hay nada en ellas que sea específicamente «feliz», es mera convención. Los «eventos» o «ánimos» mayores son, pues, lo que puede ser considerado como satisfactorio, con total independencia de su contenido real.

  3. Menor. Exactamente lo opuesto a mayor. Pero, ey, no tan rápido: las escalas menores también puede convocar estados que nos recuerden a las mayores, y viceversa. Lo sensual suele jugar con ambos parámetros (idea cliché y, para colmo, freudiana: Eros y Tánatos).


Quién sabe. Terminaré haciendo diario más que confesión, pero téngase a Zambrano como aval.