Observa cómo nada pasa, cómo el viento sopla sobre tu espalda, fría. Mira sobre el techo de tu habitación, es la misma imagen. La luz entra por la ventana, buscando sobre esas cuatro paredes que te han confinado estos últimos días de vida. Busca: pasa sobre el polvo que se ha acumulado sobre el escritorio, ve cómo las hojas son amarillas ahora y, sin embargo, la luz invade el ambiente sin hacer mayor revuelo. Poco puede hacer y se extingue, elevándose, así como sube la noche y cae, al día siguiente, asesinada.
Estás sólo ahí, en cuatro paredes, sobre la cama. No has salido más que para buscar en casa cualquier cosa que te parezca digna de robarte tu tiempo, sin darte cuenta de que solamente has estado existiendo, nunca viviendo. El refri sigue igual, no necesitas buscar en ese compartimiento sucio… pero igual lo haces. Lo abres, como se abre un regalo o como uno mira su teléfono —si acaso aquella pantalla pudiera decirte algo—. Ahí está el bálsamo de tu dolor. No ha cambiado. ¿Acaso no ves que la leche ha vencido hacia ya un mes, que las baldosas han ennegrecido y que tu cabello se ha llenado de brillo? Ya no te detienes sobre el pasillo, donde has colgado el espejo que te ha dado tu madre.
Pero hoy has decidido salir. Te has bañado, haz recogido tu habitación y sacado la basura. Te has decidido a arreglarte el cabello y también el corazón, aunque eso nunca se haga —porque ¿quién lo necesita?—.
Sientes cómo el calor del sol calienta tu rostro y te molesta, el aire ya no es frio. Cruzas frente a una anciana y le regalas una sonrisa; ha pasado sin verte. ¡Con que vehemencia te atacas regresando a casa! ¡Te duele la vida!
Ya no te detienes sobre el pasillo, donde has colgado el espejo que te ha dado tu madre. Ella ya está muerta.