Hace poco terminé de leer Contra el copyright, una antología de ensayos publicada por Tumbona en un ya lejano 2008. Aparecen allí textos de Richard Stallman, Wu Ming I (del movimiento homólogo), César Rendueles y Kembrew McLeod. Fue una lectura que hice para la maestría, pero coincide con un momento de mi vida en que es un tema importante —no sólo para mí—.
Cada uno de estos personajes desarrolla el asunto con base en ciertos temas conexos. Stallman aboga por el derecho a la lectura; Wu Ming I, por el copyleft; Rendueles, en contra del monopolio; y McLeod lo hace a favor de la doctrina de la primera venta.
Ante todo, el problema del copyright es uno de encuadre. En primer lugar, por una mera cuestión técnica. Si falta consenso acerca de los límites de un fenómeno, entonces para poder estar a favor o en contra hay que esforzarse primero por tomar una parcela en el territorio de la discusión. No es lo mismo pensar en el origen del copyright como «una forma de difundir el conocimiento y la cultura» (postura de McLeod)1 que concebirlo como una «contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción y de propiedad» (postura de Wu Ming I).2 Y esto último lleva a que, en segundo lugar, sea un problema de encuadre porque también es uno de clase. Derecho a (re)producir… ¿pero de quién y para quiénes?
Pero, más allá de la definición del problema, parece claro que, como ejemplifican los textos de la antología, hay un efecto incómodo: percibir el copyright como antisocial. «No es raro que la mayor parte de los debates que existen hoy día en torno a la propiedad intelectual se desarrollen en el nivel de los grupos de consumidores que intuyen que la industria del copyright no respeta las reglas del sistema mercantil», dice Rendueles.3 Richard Nash apuntaba a algo parecido cuando lo equiparaba con aquellas leyes que «deja[n] de tener la aprobación de los gobernados porque ya no refleja[n] la lógica de la sociedad»4 y pasan a formar parte del absurdo público, que se soporta, se atenta (copia no autorizada) o se subvierte (copyleft y licencias libres). En México, por ejemplo, cabe preguntarse si un siglo de privilegio patrimonial, según la Ley Federal de Derecho de Autor vigente, promueve otra cosa además del hartazgo.
En general, mi lectura de Contra el copyright no hizo sino darme más motivos para sospechar de dicho sistema como respuesta al dilema de la copia. Y es que alrededor de esta cuestión se agrupan otros temas no menos importantes: la distribución, el dominio público o el monopolio. Mi sospecha no tiene su origen, como argüiría Kloss en su famoso libro, en una perspectiva distorsionada de lo que cuesta producir un bien cultural, sino, por el contrario, en ni siquiera ser capaz de acceder a él. No hablo aquí de coste ni de remuneración, hablo de distribución y restricciones abusivas.
Por ejemplo, la mayoría de los artículos y libros de lingüística que leí durante la universidad eran editados fuera del país, y eso siempre significada una cosa: su existencia tenía la virtud de ser copia no autorizada. Eran ediciones descatalogadas o de empresas que adquirían derechos para explotación exclusiva «en todo el universo», aun si la distribución consecuente solo cubría la España peninsular. Los casos de Lorca o Woolf también son indicativos de esto. Cuando pasaron al dominio público en sus respectivos países (2012 y 2017), resultó que su obra en México seguía —¡sigue!— estando sujeta a nuestro siglo de hartazgo, aun si ya era, de facto, tan accesible como si fuera pública. La legislación parece beneficiar poco en este sentido, pero ahí sigue. Los desfases anteriores evidencian que las restricciones del derecho patrimonial no responden a la «promoción del acervo cultural» (ideal de la LFDA, art. 1.º), que encuadrarlo así es un eufemismo, que vincular la remuneración de autores (o sus causahabientes) al derecho de reproducción conviene, pero a la acumulación.
La restricción no se conforma con sinsentidos legales, pues también opera sobre los objetos de los que creemos tener posesión, especialmente en soportes digitales. Cubierto el pago, ocupando un lugar en nuestras casas o discos duros, el copyright se manifiesta también como digital rights management (DRM). Google o Kobo permiten la descarga de los libros electrónicos adquiridos en sus plataformas, pero su lectura estará invalidada por un candado DRM. Habrá que abrirlo primero con Adobe Digital Editions —no tengo noticia de otro programa compatible con dicha tarea— para, con frustración, comprobar que no se obtendrá un EPUB o PDF que se pueda poner en la tableta. Aquí se acaba la vía legal, lleva de vuelta a la restricción. Tengo el libro, pagué por él, pero se espera que me atenga a un servicio definido, me guste o no —quizá por ello Apple o Amazon directamente inhabilitan tal descarga—. Las razones para negarse a usar un servicio en realidad no importan —sea por accesibilidad o conveniencia, se disiente de lo planeado—, importa que se impongan restricciones bajo el pretexto de evitar la piratería (ese disfemismo), que se obligue a una única forma de actuar. El ensayo de McLeod, sobre el abandono de la doctrina de la primera venta y el surgimiento de un «futuro en arrendamiento», evoca justo eso. Su forma más extrema es la obsolescencia, como la del Car Thing de Spotify, que pasará a ser un pisapapeles en diciembre de este año.
Si el problema del copyright es uno de encuadre —Rendueles presenta tres enfoques, por ejemplo—, entonces una solución puede ser prescindir de él directamente. Cuando no sea posible, darle la vuelta para evitar que «la propiedad misma se concib[a] como una forma de remuneración».5
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«El futuro digital y el pasado analógico», trad. Ana Marimón. En Contra el copyright, Tumbona, México, 2008, p. 74. ↩
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«Copyright y maremoto», trad. Carlo Nono. En Contra el copyright, Tumbona, México, 2008, p. 29. ↩
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«Copiar, robar, mandar». En Contra el copyright, Tumbona, México, 2008, p. 49. ↩
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«What Is the Business of Literature?», The Virginia Quarterly Review, vol. 89, núm. 2, 2013, p. 22 (traducción propia). ↩
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Rendueles, art. cit., p. 60. ↩