En un temprano capítulo de la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, don Quijote pronuncia una frase enigmática, no tanto por su contenido como por la situación discursiva en que se realiza. Estamos al comienzo de la novela y las declaraciones que hace, de cara a un labrador, vecino suyo, tienen el cariz autoafirmativo: «Yo sé quién soy», dice. Antes, el labrador ha insistido en llamarlo «señor Quijana» y él, en respuesta, se ha divertido con la posibilidad de ser Abindarráez —cuando no los Doce pares de Francia—. ¿Quién es, entonces?
No es asunto nuevo que Cervantes plantee serios problemas al lector que deposite su confianza en uno de los múltiples narradores de la novela, ni que la vacilación onomástica en ella tiene claros fines humorísticos. No obstante, la incursión del labrador irrumpe con un peso similar a la respuesta de don Quijote, pues reafirma las «conjeturas verosímiles» (I-i) presentadas por el narrador con anterioridad, y que serán defraudadas constantemente con el decurso caballeresco. Don Quijote aparece entonces con varios apellidos: Quijana (I-v), pero también Quijada (I-xlix) y, finalmente, Quijano (II-lxxiv).1 Usualmente se ha visto este último como el apellido real del caballero, lo que deviene en dos aserciones: la primera, que la novela cerraría sobre sí con la vuelta al mundo precaballeresco (pues al final reclama volver a llamarse así, con su nombre real); la segunda, que Alonso Quijano murió cuerdo al borrar, justo, ese nombre con el que todos los conocemos: don Quijote.
Más allá de determinar un estado u otro, quisiera retomar la propuesta de (re)lectura de Margit Frenk, quien reflexiona sobre el sentido de la segunda aserción y el final de la ambigüedad del protagonista,2 porque, ¿habríamos de confiar en don Quijote cuando declara su cordura de la misma forma en que declara como gigantes a un grupo de molinos de viento? Baste recordar el pasaje II-xvii, que nos comunica la «antigua usanza de los andantes caballeros, que se mudaban los nombres cuando querían, o cuando les venía a cuento» para poner en duda la posibilidad de derivar un nombre real. Después de todo, «él [don Quijote] es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (II-xviii).
Frenk cree que, en el capítulo final (II-lxxiv), el nombre de «Alonso Quijano, el bueno» como el original del Quijote es más un devaneo que una definición. Así como se ha bautizado en el primer capítulo, en que su materia textual nace para el lector y el narrador, lo ha hecho de nuevo al final, pues «Cervantes ha querido que su personaje decida, como tantas otras cosas, con qué nombre desea morir», no la vuelta a uno. Bajo esta luz, no es llamativo que se aplique un epíteto similar al de personajes históricos como Alejandro Magno o Alfonso X El sabio, común en los libros de caballerías que ahora dice aborrecer. Esto explicaría, dice Frenk, el comentario del narrador sobre aquellos que escucharon la nueva proclama onomástica: «creyeron, sin duda, que alguna nueva locura le había tomado». Haciendo la concesión, don Quijote se habría asignado una identidad bajo un juego de nombres que, contradictoriamente, lo hacen inasible.
Sin embargo, el personaje no reside en su variación onomástica, sino en la voluntad de ejecutar tales variaciones. En este punto quisiera traer a cuento las reflexiones de José Luis Pardo, para quien el decurso vital es comparable a un continuo ensayo de posturas. Y es que el hombre se tiene así mismo como «un borracho que evita por algún tiempo la inevitable caída final apoyándose sobre sus propios tropiezos […] como quien sabe que, para mantenerse en pie, debe dejarse flexionar en la dirección de su caída e intentar allí, en el lugar donde se “debería caer”, una nueva composición inestable». Continúa:
El hombre no se sostiene en la quietud, sino en la ebriedad, se tiene porque camina, porque reposa en su propio movimiento de decadencia, en su inquietud y en su flexibilidad. Cuando el hombre cae, no lo hace, como suele decirse, porque haya «perdido el equilibrio» sino, más bien, al contrario, porque ha perdido el desequilibrio y se ha convertido, al desplomarse sobre la tierra, en un ser perfectamente equilibrado, en una naturaleza idéntica.
La intimidad, Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 41.
Si el anónimo autor del Lazarillo había jugado con la superchería del nombre y el autoengaño de su protagonista como marcas de la transformación interior al margen de la sociedad que constantemente lo rechaza, Cervantes está un paso más adelante. Los tres puntos de fuga de la novela (decadencia, múltiples posturas vitales y desequilibrio) son justo los ejes de acción de don Quijote: cada nuevo nombre, cada declaración de «locura» y cada lance caballeresco —puede pensarse en la Cueva de Montesinos y la dubitación de Cide Hamete Benengeli, II-xxiv— están encaminados a registrar las trasformaciones del personaje como transformaciones de su mundo narrativo: encarnan, dentro de la tensión entre la anonimia y el reconocimiento, un procedimiento escritural que busca dar cuenta de la complejidad cambiante del Caballero de la Triste Figura.
«En quien ya ha asumido la condición de caballero (a despecho de sus orígenes, de su edad y de una ceremonia apócrifa) el proteísmo se convierte en una condición de su permanencia»;3 y en efecto, cuando esta variación cesa, cuando se dejan de ensayar posturas ante la caída, cesa la vida. Don Quijote quizá no haya regresado al mundo precaballeresco al final de la segunda parte, sino al punto de quiebre en que se mira lo recorrido y se prepara lo futuro: desde los molinos castellanos hasta las playas de Barcelona, Don Quijote fue lo que siempre quiso ser: Don Quijote de La Mancha.
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Además, claro, de los que Ruiz Pérez llama «apellidos de guerra», como el Caballero de la Triste Figura («Anonimia, polinomasia y nombradía en Don Quijote y Cervantes», Criticón, 2016, núm. 127, p. 20). ↩
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Para la exposición completa de la polémica, véase el maravilloso libro Cuatro ensayos sobre el Quijote, Fondo de Cultura Económica, México, 2013. ↩
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Ruiz Pérez, art. cit., p. 23. ↩