Antesala del museo, 7:30
Hoja sobre el calendario: 6 de julio de 2019. Es el día del examen de admisión a la universidad; afuera, el frescor matutino, hojas secas sobre la explanada y el sol ya sobre el cielo.
La gente ya estaba ahí desde temprano. Faltaban todavía unas mitades de hora para el momento indicado en las guías. No salía ningún vaho de sus bocas, pero su silencio destilaba una ambigua actitud que se adivinaba o seguridad o nerviosismo. Ambas se parecen en casos como este, cuando la gente llega desde lejos al campus, al rincón de la explanada de Ciencias Sociales en que se alza el edificio A. Tenía éste dos plantas de arquitectura funcional; había en el quebrarse de sus paredes sobre los ventanales un aire similar al de otros edificios de Zona Universitaria, el campus predilecto cuando se piensa en la UASLP. Campus Oriente no lo era; quizá si le decías al taxista «a Psicología» entonces sí lo podrías invocar en la memoria.
Era temprano y había pocas interacciones en el escenario de la explanada. Por el frio, las manos estaban guardadas en los bolsillos de las chamarras. Quienes ya se conocían, aquellos que habían tomado cursos de preparación, se agrupaban bajo el aura general que proyectaba el edificio de enfrente de la explanada, la biblioteca. Había en las bancas un cuchicheo agradable. Todo aquel que no hubiera tomado dichos cursos se sentía algo desvalido, como si la experiencia propia no bastara para tener los pies bien plantados en el suelo.
A la entrada del edificio A, que permanecía cerrado, pero no inexpugnable por sus puertas de cristal, había un conjunto de mamparas como paneles de un museo con los detalles de las obras expuestas. Las obras éramos nosotros: pegadas, unas listas extensas y detalladas mostraban a qué grupo había sido asignada cada persona. Quizá sea más preciso evocar un catálogo: también figuraba la fotografía tomada el día del examen psicométrico.
Era algo vergonzoso, porque nadie salía bien en esas fotos, como si quisieran desmoralizarte mostrándote las ojeras que habías exhibido semanas antes. Uno buscaba su cara de desvelo tratando de, además, no revelar quién era; alguien debió pensar en que el nombre fuera la garantía de salvación, de protección frente al otro: sin él, parecía que no había indicios para juzgar las capacidades que próximamente demostrarías.
Las puertas se abrieron. Por primera vez vimos adultos relacionados con el edificio A. Académicos, quiero decir. Entramos en filas con la información del museo al aire libre: un salón y un número.
Impresión sobre madera, 8:10
Unas rampas nos condujeron, en su serpentear, hacia las plantas superiores. A6, A8, A11… Distintas filas siguieron avanzado hasta sus respectivos hormigueros. Ya ahí, uno a uno fueron entrando. Se sintió como volver a la primaria, y el inventario también ayudaba a ese recuerdo: paredes blancas, luz neutra y mesabancos con paletas de madera rayadas (marcas que testimoniaban el espíritu universitario requerido para imprimir el grafito contra el esmalte).
Los profesores ya estaban bien dispuestos en sus escritorios antes de nuestra llegada, como si hubieran hecho un simulacro previo, quizá ya acostumbrados a estas ceremonias anuales. Nos recibieron con el ánimo adecuado en el hablar, lo que se estila en estos casos: no la voz amigable ni tampoco la condenatoria como de cartilla militar. Al frente del aula, en el pintarrón, estaban anotadas algunas indicaciones, copia más libre de lo que decía la guía impresa
Esperamos a que las filas que subieron las escaleras fueran ahora personas sentadas en sus lugares, con su ficha en mano y los lápices que nos habían prestado. Pusimos nuestras mochilas, teléfonos y algunas botellas de agua bajo el pintarrón. «Por motivos de seguridad», nos dijeron. Comenzaron a circular las hojas con los óvalos al tiempo en que la persona a cargo del salón daba indicaciones en voz alta que nadie escuchaba con la atención esperable. Era el examen Ceneval, así que ya no era un referente novedoso. Algunos comenzaron a apretar sus lápices con tanto puño que parecía que en cualquier momento una marca más se añadiría al mesabanco. Se hizo silencio y se puso la fecha de inicio en la esquina derecha, unos minutos desfasada de las ocho en punto. Quedaran las marcas sobre el mesabanco o sobre los óvalos rellenados, todos se fijaron únicamente en su examen.
No toque las esculturas, no mire hacia el examen de sus compañeros, 9:00
Pregunta por pregunta, todos los aspirantes repasaban a su manera las respuestas. Algunos, para sentir el peso exacto del inciso ganador, daban varias vueltas a las páginas del cuadernillo que nos habían dado, como pesándolo en el aire. Si no sabías la respuesta de la 37, quizá sí de la 38; ya habría tiempo para la 37.
No pocas veces algunas manos se alzaron para pedir una aclaración sobre las preguntas que estaban contestando. Cuando eso pasaba, irremediablemente los oídos desobedecían y escuchaban, aunque el profesor susurrara o aunque la pregunta fuera de una sección que ni siquiera habías comenzado. Entre tanto, otros se ocupaban de volver a rellenar sus óvalos correctamente.
Instrucciones:
- Llene completamente los óvalos.
- No haga ninguna marca fuera de los óvalos.
De nuevo, el recuerdo de escuelas anteriores llegaba: esos óvalos mal rellenados eran tu arcoíris del kinder con los colores fuera de las líneas. El examen prosiguió.
Atisbo de ilegalidad, 10:40
Alguien salió del examen, desde otro salón, cuando yo atravesaba el marco de la puerta. Fue suficiente para observar lo insólito: de los dispensadores de agua, tomó un cono de papel, se sirvió y se alejó bajando la rampa con el agua entre las manos. Nadie tomaba de esos dispensadores, pero tampoco estaba prohibido hacerlo.
En los umbrales de las demás puertas se adivinaba la silueta de otros profesores ante sus exámenes, serían granjeros esperando el florecer de la sandía, pero sin mangueras. Con ese ambiente, de proceso tan estandarizado con sus códigos de barras en los cuadernillos, claves únicas para cada aspirante y papeles especiales que sería leídos por máquinas, era extraño tener sed. Se sentía demasiado humano. Finalmente, imité a aquel Prometeo del agua y también me serví en un cono. Qué bien se sentía.
Más gente siguió bajando después, quizá también con agua: el examen había terminado su primera fase.
La otra entrada, 15:30
El sol de la capital quemaba: «Sobre la tierra gris, sus estiletes de lumbre, que, al atravesar la atmósfera candente, vibraban cual moléculas de oro fundidas en el inmenso crisol del espacio». Nada había cambiado, a gusto de Othón, quien seguro también tuvo que haber hecho exámenes antes de ser poeta.
Quizá entonces la impresión de la aquella tarde cayendo hecha fuego sobre la Facultad fue más ominosa que lujosa; aun así, el hábito que hace en la memoria una segunda visita ya predispone menos a la impresión y más a la confianza. Ahora era el turno del examen que la Facultad había preparado. Nada de matemáticas, nada de «pensamiento lógico» ni triángulos-rectángulo. Geografía, historia, filosofía, redacción, etimologías, ciencias sociales... Ese era nuestro ámbito, aunque nadie parecía ahora muy animado para la segunda fase.
Más relajados, también animados por el calor, ahora los grupos de la mañana formaban dilatados círculos en los que se discutía la tragedia o el éxito del examen previo. Amigos, compañeros o lejanos conocidos se reconocían en la explanada cada tanto, saludándose y deseándose la mejor de las suertes. Inclusive, en la propia historia de la universidad, había una ceremonia que cumplir para obtener el beneplácito de la fortuna: sobar la nariz u oreja del venerable busto de Ildefonso Díaz de León, quizá el primer gobernador de San Luis, que se encontraba en el patio del «Edificio central».
Igual que antes, volvimos a las aulas que nos habían asignado. Comenzaba el trayecto final de la tarde.
Bajo el sol, 18:00
Ya en los salones, nos habían adelantado un mensaje que pretendía infundir seguridad, pero que sonó peor de lo previsto: «Estamos seguros de que están aquí porque realmente les interesa formar parte de esta Facultad. Sabemos que son pocos los aspirantes». El matiz de esta declaración debió de influir de formas muy disímiles a los que estabámos ahí, de vuelta ante el pintarrón que seguía teniendo la misma fecha: 06/06/2019. Se repartieron los exámenes, se dictaron indicaciones similares y de nuevo las mochilas y bolsos fueron a parar al frente del salón.
El examen no ofreció esta vez una novedad alarmante. Quizá la única diferencia residía en la falta de ese papel con detalles en naranja que era leído por máquinas para contabilizar los óvalos rellenados. Este segundo examen formaba parte de un proceso más interno y quizá por ello valía un cinco por ciento más que el Ceneval.
Cuando el examen terminó, terminar de veras, el sol consumaba la tarde en la ciudad. Las calles estaban ligeramente más llenas de tráfico. Sobre Avenida Industrias, puertas de carros se abrían en medio de la calle para engullir rápidamente a un aspirante del examen que volvía a su casa. Se hacía de noche.
En otra noche del mes, medianoche, se anunciarían los resultados del examen en una página de la web especialmente dedicada a esa revelación; se imprimirían, aún de madrugada, periódicos para venderse en las calles al día siguiente; o saldrían, en redes sociales, listados ilegibles con largas filas de números. Como fuera, la espera tendría que tenderse hasta el catorce de julio. Los que volvían a casa en bici, acompañados o no por sus padres, en el camión o a pie, quizá dormirían hasta que el sol estuviera debajo del horizonte, ya cansados. Era verano, eran vacaciones. La hoja del calendario anunciaba ya otro día: domingo 7 de julio, día de descanso.