Se ha señalado no pocas veces que la escritura de santa Teresa está despojada del artificio con que otros místicos han plasmado su vivencia. Juan Antonio Marcos, estudioso de la obra de la mística, aduciendo razones detrás del potente efecto de la escritura teresiana, menciona que esta tiene su fuerza en la ausencia de una formulación retórica.1 Esto es cierto en tanto que no se entienda formulación retórica como gestión de intenciones y disposiciones lingüísticas, porque santa Teresa es todo lo contrario: detrás de su fluir libre, pretendidamente llano, está justo una formulación retórica que bien podría llevarse el nombre de «política lingüística».2

Si la escritura de santa Teresa es efectiva, a pesar de ser una literatura desconcertada, no es por la ausencia de formulaciones retóricas, sino por su reducido y bien seleccionado uso. Baste leer su poesía en la que cadenas de oxímoron estructuran la descripción, por ejemplo, del efecto de la transverberación:

Es muerte que causa vida.
Si mata, ¿cómo da vida?
Y si vida, ¿cómo muere?
¿Cómo sana, cuando hiere,
y se ve con él unida?3

O el deseo por la entrega final del cuerpo, no en la comunión sino en la muerte:

Mira que el amor es fuerte;
Vida no me seas molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte, perderte.4

Adicionalmente, en una poesía así de atravesada por la idea platónica del cuerpo como cárcel que imposibilita la reunión del alma con su origen divino («esta cárcel y estos hierros / en que el alma está metida»), sorprende la insistencia con que su escritura exige estar sustentada en la experiencia, en el sentido corpóreo (el «cuando me gozo» de sus poemas).

La santa presenta las «manifestaciones corporales del amor en tanto que unión con lo primordial; y en este sentido, toda vez que se solicitan como “experiencia de la unidad en el origen”, desarrollan otra dimensión —⁠simbólica en este caso⁠— que responde a la voluntad de trascendencia que siempre mueve [su] escritura, pues con ella la poeta desea pasar al otro lado; no para diluirse en una evasiva construcción metafísica, para culminar su propio recorrido existencial».5

Con esto quiero señalar al espacio teresiano como el espacio cerrado de la contradicción, porque no busca estar privado del mundo sino de la individualidad, aunque esta sea la única forma en que pueda realizarse. Dice en sus Avisos de santa Teresa a sus monjas:

Huya siempre [de] la singularidad, cuanto lo fuere posible, que es mal grande a la comunidad.

El pretendido abandono de su identidad, en su recorrido como reformadora y escritora autobiográfica, construye su identidad.6 Quede constancia del desprendimiento del yo en el Libro de las exclamaciones:

Muera ya este yo, y viva en mí otro que es más que yo, y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir; él viva y me dé vida; él reine y sea yo su cautiva, que no quiere mi alma otra libertad.7

Este espacio cerrado, este «cautiverio que da libertad», está configurado como otra de las cadenas de oxíromon que he señalado arriba. Sin embargo, términos como delimitado e indefinido, que no parecen ser conciliables, aclaran mejor lo que quiero señalar: la acción del yo teresiano pasa a formar parte de la acción de Él (Dios), y los límites de aquel, al recluirse en el aula divina, quedan delimitados en el ser de éste a la vez que indefinidos (ensanchados) por su realidad totalizante. Puede pensarse en la Trompeta de Torricelli, la figura geométrica cuya superficie infinita contiene un volumen finito; pero el original habla mejor: «Estando un día en oración, sentí estar el alma tan dentro de Dios, que no parecía había mundo, sino embebida en él».8

Modelo matemático animado de la trompeta de Torricelli
Modelo matemático animado de la trompeta de Torricelli

Esta intersección de espacios radicalmente distintos («ñudo que ansí juntáis / dos cosas tan desiguales») es uno de los puntos clave de la unio mystica teresiana y se trata de un doble desplazamiento: la parcialidad del alma entra en la totalidad de Dios, cuya totalidad queda recluida dentro de la parcialidad. Movimiento inaudito este que «hace a Dios ser mi cautivo / y libre mi corazón».

¡Oh, ñudo que ansí juntáis
dos cosas tan desiguales!
[…]
Juntáis quien no tiene ser
con el Ser que no se acaba:
sin acabar acabáis,
sin tener que amar amáis,
engrandecéis nuestra nada.9

Es también notable que dicho encuentro no anule las propiedades de ambos espacios: la libertad teresiana se presenta entonces como límite o frontera pues nunca abandona lo terrenal. De nuevo, pareciera entrarse en la contradicción; pero esto se desvanece al comprender que ella misma «se torna morada propicia y apacible para lo divinal, y en ella realiza el prodigio de perder la razón de sí misma sin, a la vez, dejar de existir en el mundo de lo extrarracional».10

Lo que podría devenir en un absurdo no lo es, tanto en su poesía como en su prosa; patencia de que hay una gestión retórica consciente, aunque sea por «ensayo», que ordena de manera eficiente la concepción de la experiencia como material de escritura a través de la oración y la aprehensión del espacio. Castillos, murallas, fuentes, huertos y patios conventuales son parte de los espacios que aparecen en el Libro de la vida y en El castillo interior y que también suman a la pertinencia de caracterizar su escritura como interiorizada. Un estudio más extensivo sobre las disposiciones de los múltiples espacios teresianos y su interacción es, sin duda, una labor que abonaría a adentrarnos en la psicología y la obra de la mística.

  1. Juan Antonio Marcos, «Teresa de Jesús, experiencia de dios y lenguaje» [conferencia], Curso de teología ciclo III, Universidad de Cantabria, Santander, 24 de febrero de 2015, p. 3.

  2. Víctor García de la Concha, «Los estilos de santa Teresa», en Francisco Rico (dir.) y Francisco López Estrada (coord.), Historia y crítica de la literatura española (Siglos de oro: Renacimiento), Crítica, Barcelona, 1980, vol. 2, p. 514.

  3. Página 119 de la edición elaborada por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Hay controversia, sin embargo, sobre la atribución del poema. Parece que es original de una de sus discípulas, María de San José.

  4. «Que muero porque no muero», en Clara Janés [ed.], Poesía y pensamiento. Antología, Alianza, Madrid, 2018, p. 25.

  5. Jorge Rodríguez Padrón, «Las lenguas de diamante», en Juana de Ibarbourou, Las lenguas de diamante/Raíz salvaje, Cátedra, Madrid, 2018, p. 49.

  6. Christopher M. Flavin, «Reinvigorated tradition: St. Teresa and the Reformation», en Constructions of Feminine Identity in the Catholic Tradition: Inventing Women, Lexington Books, Lanham, 2020, p. 163.

  7. «Exclamación XVII», en Exclamaciones o meditaciones del alma a su Dios, Santiago Aguayo [impresor], Santiago de Compostela, 1569, pp. 69-70.

  8. Santa Teresa, Cuentas de conciencia, p. 47 (la cursiva es mía).

  9. «Hermosura de Dios», en Janés, op. cit., 27.

  10. Américo Castro, «Teresa la santa», en Francisco Rico (dir.) y Francisco López Estrada (coord.), Historia y crítica de la literatura española (Siglos de oro: Renacimiento), Crítica, Barcelona, 1980, vol. 2, p. 510.