Arriba, en el cielo, se mezclaban las rutinas con las nubes. Una lenta brisa siempre presente y el sol cayendo a plomo sobre nosotros. Caminaba.

Mis pies me apuraban a quitar esa distancia. Recuerdo que, una noche antes, dispuse todo sobre el escritorio. Se ordenaban cuadernos recién desempolvados, apuntes de sobrevida, listas que estaban por realizarse, notas de premura feliz. En la pantalla apagada de la computadora, mis manos ocultando la sonrisa. Caminaba.

Ahora estoy aquí debajo de la sombra de un edificio que nunca conocí antes. Mi imagen se repite treinta veces en la algarabía de mis compañeros. Pienso: lo he logrado; mi cuerpo: estoy temblando. Suceden las horas, ocurren palabras nuevas sobre el pizarrón, sorbos de café y mil dudas sembradas en el pasto. De un edificio al otro, con amigos, caminando.

Los primeros contactos; confidencias de asientos que se juntan y ojos que miran alrededor. Hay otro, siempre hay otro. Estalla la idea para un ensayo, se forja el consejo de un maestro, las precisiones necesarias, los asaltos a la biblioteca. A veces corría.

Debajo de mis pies está todo lo que me sostiene. Este andar de las personas que aquí llegan, el aula llena de intereses conocidos; me reconozco en ellos. Responden, reímos, alguien más dice lo que no sabía; todos nos encontramos. Caminamos.

A pie para llegar a la universidad. Muchos días de sol sobre la frente, agua en las manos. ¿Cuánto falta para llegar? Lo que falte, caminaré.