Desde hace unos meses, me viene rondando la idea de la pérdida. Me acosó por primera vez en octubre del año pasado, temiendo no acordarme de todo lo que el examen de turno me exigiría. Entonces me acordé de acordarme y volví a abrir una novela que asediaba de antiguo —se sentían como años—. Hablo de La policía de la memoria, de Yoko Ogawa.1
En realidad, su título original se acerca más a «Una discreta cristalización». Me enteré de esto después. Cuando la terminé y supe que la protagonista tiene más de Kafka que de Orwell, pensé que los gringos eran tendenciosos. Pero esta certeza se me deshizo en las manos: ¿cómo acomodaba este segundo título a la imagen que ya me había hecho de la novela? Fue de pronto saber que tu madre te ocultó un segundo nombre para evitarte algún tipo de maleficio. Y aquí estoy, preguntándome qué perturbaciones médicas deben provocarme unas cuantas palabras añadidas al montón que ya conforma la novela. Estoy desocupado, pensarán otros.
Una vez ganada la guerra (terminar la novela), había que registrar el evento para la historia. Ese es quizá el problema, la batalla que perdí: en la novela no hay memoria, no se sabe cómo ésta se pierde y lo que se pierde parece obedecer a un designio superior, pero aleatorio.
Decía que los gringos son tendenciosos, señores del marketing, porque, sí, compré la novela por su título, pero éste es más bien un signo de interrogación. No. En esta novela, que llamaron Memory Police —por 1984, claro—, lo importante no es la Policía de la Memoria. Ellos se hunden en su ministerio al norte de la isla, una en la que, desde antes de que naciera la protagonista, las cosas han estado desapareciendo. Un día son las rosas, y las rosas son arrancadas por los ancianos que ya no las recuerdan. Les perturba el objeto sin nombre, el espacio ensuciado por el ruido, y se deshacen de lo que olvidan. Otro día son los perfumes, y su aroma deja de invocar algo, como si su brisa no fuera más que polvo rozando la nariz. Pero mañana serán cosas más graves, una pierna quizá. No creo que, ante este panorama de existencias que se pierden, de realidades venidas a menos, lo importante sean los detectives en sus botas de goma. Algún día te llevarán si es que eres de aquellos que consiguen recordar; pero quizá algún día también la propia policía desaparezca y su totalitarismo acabe: eso sueña la protagonista mientras observa el calendario.
¿Cómo es posible añorar lo que no se recuerda? La propia isla, flotando en aquella vacía inmensidad que era el océano, representaba a la perfección, en su aislamiento, lo que en ella acaecía a diario.
Yoko Ogawa juega con todas estas posibilidades, pero no da respuestas, yo creo que tampoco sentido. Nunca he leído a Kafka más allá de La metamorfosis, pero sé que en El proceso también se lidia con este sinsentido, con ese toparse ante una pared-espejo contra la que no se puede conjurar ningún poder de imaginación. Pero ya decía Woolf que la imaginación no tiene límites, que no hay libertad que no conozca la mente. Y así, terco, me sigo preguntado: ¿cuál es la naturaleza de aquello que olvidamos? La novelista que protagoniza la novela eventualmente se queda también sin propósito. Desaparecen las novelas, queman la biblioteca y arden las noches por varios días. Pero ella sigue escribiendo, sin sentido, sin saber siquiera qué es una página. Si digo pan, no comeré. Si digo agua, no beberé. Pero conozco ambas cosas y sabría reconocer cuando me falten en una mañana de hambre como las que asolan a los habitantes de la isla de Ogawa. El problema, mi pérdida, es doble: dilucidar que no hay suficiente información que explique cómo es que la gente deja un día de recordar, y aun así buscar respuestas.
Leí reseñas, algunas entradas en periódicos y blogs más o menos especializados, y ninguno se atrevió a buscarle una razón, una armadura lógica a por qué las cosas desaparecen en la isla de Ogawa. O, con mayor exactitud, ¿cómo desaparecen? Porque no se desinstalan los conceptos que articulan nuestra vida de la misma forma en que borramos una letra errada. Rumié varias suposiciones, pero exponerlas aquí quizá sea echar ruido sobre el silencio perfecto.
En realidad, de lector a personaje, tengo la impresión de que hay cosas que la gente de aquella isla olvidó sin saber que les vaciaron la memoria. Fue una salida silenciosa, como de atmósfera vibrante luego de aria recién cantada; pero nadie conocía a la soprano y nunca hubo partitura sobre el atril, sólo la sospecha de una operación fundamental: la resta. ¿Se le llora al vacío, se entierra al hijo sin el cuerpo? Antígona ya nos dio muchas pistas y Ogawa juega con ese capricho muy nuestro de querer que el círculo sea cuadrado: no hay final, no hay sentido, así como no hubo cuerpo tampoco.2 Mañana desaparecerá mi brazo y dejaré de escribir, porque también he olvidado cómo hablar. Aunque parezca trivial o dramático —darle vueltas al cadáver debajo de la tumba—, esta cuestión, como todas las preguntas, es de estirpe muy antigua.
A una persona que tenga la desgracia de sufrir necrosis en el dedo gordo del pie, habrá que amputárselo inmediatamente, ¿no es así? En caso contrario, perdería todo el pie o toda la pierna. Nosotros nos encargamos de lo mismo, con la dificultad añadida de que la memoria no es tan fácil de identificar como la necrosis del pie.
Lo que olvidamos, ¿es el concepto, la materia?, ¿acciones y su espacio en el mundo?, ¿los recibos del súper que nos dicen que nos vendieron algo llamado zanahoria? A veces pienso que es una mezcla de todo, como si incluso se nos hubiera olvidado encontrar una razón para olvidar. Decimos yo recuerdo con esa seguridad de verbo intransitivo, pero sabemos que, como yo respiro, es una ficción que nos inventamos para no perder el control de lo que nos acontece: olvidar. Y nos pasamos la vida evitando, de fragmento en fragmento, una batalla para la que no tenemos armas, como una lenta, secreta cristalización de nuestra capacidad de combate.
Antes de que terminara mi encuentro con La policía de la memoria, una impresión se me atravesó. Fue la tristeza de saber que en mis manos hubo algo que no supe cuándo perdí. Creo que fue el pensar en un argumento contundente para cuando tuviera que justificar mis impresiones; una reseña que no escribí. Pasé la última página y cerré el libro.