Enero es el mes de la ingravidez. No es que no exista, claro. Su presencia la consignan innumerables calendarios en el mundo, almanaques y soportes digitales. No. Si enero es el más ingrávido de los meses es sólo porque sucede a los enrarecidos días de Año Nuevo. Las entradas de la agenda aparecen cuando uno aún escribe por error 2020 y no 2021. Se reinician los rituales, el patrón semanal y el tedio de la rutina. Cómo llenar el tiempo deja de ser una constante. Es el ritmo lento del nuevo comienzo, real o fingido.

Vuelvo a la universidad. Segunda semana y ya me han exigido pensar más de lo habitual, pensar en mi propia vida y su peso. (Quizá no haya sido esa la intención.) Miércoles 10 de febrero de 2021: escribir una autobiografía. Me gusta lo autobiográfico y el mundo interior, mas no la idea de un texto que haga balance sobre lo vivido… ¿poco o mucho? Veinte años casi sin crónica: dice Ibarbourou en su «Autorromance». Sería buen epígrafe.

Abro Word. Times New Roman, 12 pt., Ctrl. + E, eliminar espacio después del párrafo, Ctrl. + J. Titila el cursor sobre la página. Jueves 11 de febrero de 2021. Lento arado de pensamientos. ¿Qué escribir? Definitivamente no interesa saber que nací el 18 de junio de 2001. Nadie se acuerda de ese año. Yo mismo soy incapaz de recordar algo sino hasta que tengo siete años. Número cabalístico. Pero no es una suerte especial: mi apellido colma las nóminas del registro civil como el más común del país. Desconfío del don antiguo de las palabras, pero sé que pronunciarlas encarna cambios. Alejandro de Vistú. Demasiadas sílabas para alterar el aire. Ctrl. + Shift + L.

Ahora mismo soy incapaz de recordar. No debí desvelarme la noche anterior. Tres días para escribir una autobiografía serán insuficientes si no organizo qué contar. Busco en el explorador de archivos. Quizá aún conserve aquella que escribí en segundo año de secundaria. Seguramente esté mal escrita. Nada. Borré el archivo.

Podría citar a san Agustín, sólo es cosa de cambiar tiempo por vida. «Si no me lo preguntas, lo sabré. Si me lo preguntas, no te lo podré decir».

Espejo en casa de mis abuelos
Espejo en casa de mis abuelos

Creo que lo importante empieza con el desplazamiento. Mi familia se mudó a San Luis Potosí, capital, cuando mi hermano y yo rondábamos los 10 años. Cuando uno dice mudarse implica cierto aprecio por el lugar que deja. No era nuestro caso. Luego de múltiples pruebas, se trataba de encontrar un lugar definitivo, o con esa apariencia. En realidad, Matehuala es el centro gravitacional de mi familia.

Debo decir que San Luis Potosí tiene una imagen honesta para quien lo visita: cantera desgastada, ennegrecida. No le confieso ningún tipo de devoción, eso lo declaro, pero esta ciudad es (ahora) el ámbito de mis acciones.

La mudanza se ejecutó en muy mal momento. No había terminado aún la educación primaria ni sabía nada la ciudad y sus feas calles. Cruzar una avenida era un riesgo más real de lo que ahora quiero admitir. La mudanza de algún modo nos afectó a mi hermano y a mí, la relación. Lo veo como una figura a la sombra. Desde entonces es el otro y cada día lo conozco menos tanto como él a mí. Ninguno lo lamenta realmente. Se entiende, pues cada uno tenía suficientes momentos interiores como para querer salir: la pubertad.

Por esos años no pensaba demasiado. Observaba más y guardaba silencio. La novedad siempre me ha parecido una sensación inexacta, inasible. Aunque no se descubra nada relevante, parece que lo nuevo encarna una crisis. No he leído las Crónicas de Indias, pero, como escribieron algunos, ver ciertos sitios, personas y objetos puede suscitar vértigo.

También me veía. Adelante.

La secundaria tiene el privilegio de parecerme hoy una época feliz. Acostumbrado como estoy a la inmutabilidad que requieren los años, el drama de ser un adolescente es reconfortante. Es ver el caos de lejos. No participo ya de ese momento. Pero puedo señalar un actor muy querido: mi maestro de música, Javier S. Le debo buena parte de mis actitudes modernas (y aun algunos vicios). Me dejó crear con libertad.

Gracias a él la música clásica ha jugado un papel central en mi formación. En un primer momento, acercarme a Vivaldi representó escuchar música de manera voluntaria —⁠y no por omisión, como quien escucha la algarabía callejera o de las fiestas⁠—. Tenemos desde hace décadas el placer intimista de escuchar lo que queramos y mi siglo se ha encargado de potencializar ese ritual. El segundo momento de esta formación lo integra la música de Bach. Cantatas, oratorios, corales, arias y motetes. La voluntad de vivir auténticamente la experiencia religiosa mediante el goce. Eso es Bach.

Me acerco al día.

El presente —⁠hay muchos⁠— está supeditado al pasado; pero la memoria rige siempre al pasado para poder traerlo a la actualidad. Los años comprendidos entre 2017 y 2019 son, así, los que han configurado al resto. Conocí entonces a mis actuales amistades y enfrenté la esperada crisis de muchos adolescentes: la entrada a la universidad. El verano de 2017 estuvo cargado de dudas intensas en torno a mis quehaceres terrenales. Odiar siempre motiva cambios suficientes. En mi caso, la animadversión hacia la física me hizo recordar que mi interés por la filosofía se había agotado. La semana que pasé leyendo Libertad bajo palabra —⁠entre otras lecturas y autores que ahora son mis favoritos⁠— clarificó las cosas. Estaba decidido: estudiaría literatura. Dentro de ese ámbito podría encontrar carta de existencia.

No obstante, nadie me advirtió que aquella etapa de la vida escolar era la forma más eficiente de malgastar tres años. Los dos últimos semestres del bachillerato (2018-2019) se encargaron de reafirmar mi ambición por los estudios literarios. Harto de la burocracia connatural de la escuela, deseaba salir de ese laberinto kafkiano. Todavía tengo muchas quejas vivas sobre la educación en este país.

Elenna, Santiago y Zachariel llegaron a mi vida en 2018. Cada uno tiene una historia distinta, pero acabamos coincidiendo. Recuerdo las tardes que pasamos en el Federico Silva tiñendo aserrín para el Día de Muertos. Nos dolían las uñas. Entonces podía ver el atardecer cada día de camino a casa. «Hasta ahora he estado mirando el mundo con un ojo cerrado», comenta la protagonista de una de mis novelas favoritas. Me sentía así, lo digo ahora anacrónicamente. Tranquilidad.

Obtuve mi título como bachiller al año siguiente. Qué aburrida ceremonia de graduación. Salimos a comer hamburguesas. Zachariel, Elenna, Liz, Francisco, Santiago y Eduardo. Hemos seguido en contacto.

Muy cerca.

Ocho de la mañana. Hace frío. Es el día en que presento el examen de admisión a la universidad. Me pareció que había más gente de la que esperaba. Me costó más caminar por los pasillos de la facultad que lidiar con el examen. Esperé con igual excitación y desidia los resultados. Estado: aprobado. Una larga página de instrucciones me dio la bienvenida la noche del 14 de julio de 2019. Sentí cómo la lividez anegaba mi cuerpo.

Puedo decir que eso soy desde entonces: universitario. Pensé que sería más glamoroso. (La virtud superior para la supervivencia es el don de la organización.) Constantemente me pregunto cuál ha sido mi progreso desde ese julio de 2019. La ponderación varía según el ánimo, asunto maravilloso. Con todo, sigo pensando y pienso. Me he dado cuenta de que me gusta acariciar el monólogo interior de mi cabeza. Aprender a redactar mejor me ha ayudado con eso.

Tengo un club de lectura con mis amigos, comencé un proyecto editorial pequeño y retomé mi abandonado blog. 2020 fue un extraño año cuya sola existencia me parece digna de ser prueba de ánimos. Otros se encargarán de consignarlo mejor, cuando sus efectos ya nos hayan dejado.

Me acuesto. Tomo agua. Reviso mi celular un rato para distraerme. No he sentido el aire en varios días. Alejandro, tienes tareas pendientes y no has avanzado nada con tus lecturas. He estado frente a la pantalla varias horas. Dispongo nuevamente el escritorio. Es un ritual mínimo que me fascina. Ya se acerca la hora límite para que suba el archivo a la página.

Lo he pensado. Contar la vida de uno tiene más de contar que de vida. No hay de qué preocuparse ni debo hacer balances irreales. Estoy listo para escribir: 06:27 p. m., Ctrl. + N. Más tarde me prepararé algún té.

Enero es el mes de la ingravidez. No es que no exista, claro. Su presencia la consignan innumerables calendarios en el mundo, almanaques y soportes digitales. No. Si enero es el más ingrávido de los meses es sólo porque…