Li Bai/Li Po [李白]
Traducción: Chen Guojian [陈国坚]
Madrid, Grijalbo-Mondadori, 1999, 68 pp. (rústica)
ISBN: 9788439704010
Cuando pienso en la conjura del tiempo, en su flujo y sus transformaciones, pienso en el cielo. Es una manera de permanecer cambiando. Pero nuestra visión del cielo puede estar más o menos poblada de conceptos así como de estrellas la noche. En esto me ha ayudado la poesía.
Leí a Horacio porque supe que había salvado a Cesare Pavese poco tiempo antes de entregarse al suicidio. Y leí a Omar Jayyam porque el estudio introductorio lo ponía en relación con aquel. Roma y Persia entraban en comunión: una mano para sentir el viento, la procuración de cierta permanencia; y la otra para tomar el vino. Libar a los dioses o embriagarse por su condena.
Li Bai no guarda relación con ninguno de estos dos poetas de la antigüedad; leerlo, no obstante, me ofreció una nueva manera de signar al cielo y las escenas en las que aparece. Igual que Horacio y Jayyam, a Li Bai puede considerársele un poeta de cierto nivel aristocrático. Se cree que nació a principios del siglo séptimo, hijo de comerciantes con suficiente desahogo económico. Aunque pudo servir en la corte desde temprana edad, rechazó el camino del correcto «cabellero confunciano» y, a los 25 años, emprendió un extenso y extensivo itinerario por los dominios de la China Tang (618-907). Tuvo después un breve interludio de intrigas cortesanas mientras era calígrafo en la Academia Áulica (Hanlin). Posiblemente entonces hizo amistad con Du Fu (el otro gran poeta de la época), aunque se dice que sólo se vieron dos veces.
Sobre su muerte se han escuchado diversas leyendas que lo consignan como un ensimismado. Se refiere que murió ahogado, intentando abrazar el reflejo de la luna, borracho; pero también que vagó por el continente, hasta su muerte, en busca de cierto elixir maravilloso.
Reales o no, estas historias dan cuenta de qué es lo que pretendía su escritura: capturar el instante alumbrado por la estética confuciana. Li Bai abarcó, no obstante, temas muy variados en su producción. Uno de sus poemas contiene una promesa lanzada al vacío que bien podría haber inspirado su muerte inventada:
¡Oh luna! ¡Oh sombra! Seréis mis inmortales amigas.
Ya nos reuniremos algún día,
en el cristalino mundo de las estrellas.«Bebiendo solo bajo la luna»
Esto es la poesía de Li Bai: escenas de máxima condensación. Con pocas líneas, ya hay una historia detrás que puja por aflorar a la más mínima inquisición. Condensación y maximización. Me recuerda a las bolsitas de té, cuya sequedad multicolor, compacta, se engrandece en el agua. (Que me perdone Mao Zedong por beber té mal preparado.)
Los infinitos bosques
tejen un velo gris oscuro.
Las montañas frías se derraman en un verdor triste.
El crepúsculo envuelve el alto pabellón
donde mora una joven melancólica.
En pie, sobre las gradas color jade,
ella espera en vano.
Los pájaros vuelan presurosos a sus nidos.
¿Por dónde retornará el amado?
Por allá, por detrás de los kioskos distantes
que suceden a los más cercanos.«Pu Sa Man»
Aunque su poesía transita entre la descripción apenas insinuada de los árboles a los vestidos de las bellas damas de la corte, la presencia del yo íntimo siempre aparece como el origen del discurso. No es sorpresa que sea fácil leer sus reflexiones sobre la fugacidad de la belleza, el ocaso del sol o la despedida del amigo.
Paso la noche en el templo de la Cumbre.
Levanto la mano y palpo las estrellas.
Mas no me atrevo a hablar en voz alta:
temo molestar a los moradores del Cielo.«En el templo de la cumbre»
Pareciera que sus palabras son confidencias escritas al reverso de una postal que un amigo lejano nos enviara de tierras inciertas. Siglos antes que Bashō, el famoso poeta ambulante de Japón, Li Bai anduvo el camino de sus imágenes perdido entre la geografía de China, el Reino del Centro.