portada de Una no habla de esto
Una no habla de esto
Sylvia Aguilar Zéleny
México, FETA, 2007, 96 pp. (rústica)
ISBN: 9703514189

Cuando se piensa en la literatura —⁠aquella que se escribe con mayúscula y cuyos santos son múltiples e incuestionables⁠—, la mente convoca rápida las anécdotas sublimes, los sucesos singulares de los grandes personajes y, consecuentemente, de los grandes escritores. Se cierra entonces el círculo: aquello que ha pasado, el texto ante los ojos, debe estar en otra parte que no sea la vida cotidiana del lector. (Quién sabrá que ayer barrí la calle tras leer el Finnegans Wake de Joyce.)

Pero los caminos de la auto(r)ficción pueden ofrecer vías igualmente exitosas y profundas para el sino literario. Un ejemplo de ello es la escritura de Sylvia Aguilar Zéleny (1973-) y Una no habla de esto (2007). Hablo aquí no de una obra unitaria, sino de un conjunto de textos cuya integridad reside no tanto en un núcleo narrativo como en su diferencia: el yo vivencial y su paso del tiempo. Aunque el libro podría ser calificado de «novela» (como está clasificado en el FETA), lo cierto es que su estructura está más cerca del diario, uno elaborado literariamente. Dicho lo anterior, Una no habla de esto resiste, como autoficción, cualquier intento de sinopsis: no cuenta nada en concreto, pero cuenta mucho. ¿Cómo hablar entonces de la experiencia de lectura? Parece, en efecto, que uno no habla de esto.

Quería que al amanecer me encontrara con algo lo más parecido a lo que el silencio tenía siglos planeando: mi mundo.

El éxito de la narrativa de Zéleny (autora o personaje: el lector puede elegir) reside en que ha configurado un cuerpo escritural con el suyo vivencial: desde correos electrónicos y listas de distinta clase (miedos, pendientes, manifiestos) hasta las anécdotas chuscas del divorcio. En todos estos eventos disímiles que «Una» protagonista nos cuenta —⁠como las viñetas de un cómic⁠— se trasluce, sin embargo, el sentido del yo: hablar de todo aquello que la literatura con mayúsculas, la «ficción pura y dura», deja de lado. «Una», la narradora-personaje, decide por fin hablar de esto. Y esto es mucho y diverso: he ahí las razones para contarlo. (Anoto, además, que Una escribe porque su terapeuta se lo ha pedido: sanar, escribir, resignificar, recordar.)

No a la escritura, sino a saber qué hacer con la escritura. No a la soledad, sino a saber qué hacer con la soledad.

La contraportada del libro anuncia que el texto presenta «ecos» —⁠quien sabe lo que eso signifique⁠— de Banana Yoshimoto, Oscar Wilde y Pablo Neruda, mas no creo que la autora deba medirse con esas varas. Sería acaso volver a nuestro círculo de sublimidad, restricción también de la experiencia personal. Sí es posible identificar a Yoshimoto, pero no por Yoshimoto: como si lo intimista, la delicia de narrar lo cotidiano, fuera exclusivo de las autoridades. Una no habla de esto es, como escritura singularizada de Una, un espécimen de género aparte.

¿De qué escribo?, me preguntaré cada que vez que inicie una página. Y siempre haré lo mismo: escribiré de lo que se me ocurra. De lo que ocurra. De lo que una no habla.

Conversaciones, cartas, confidencias y páginas para exorcizar las inseguridades: la escritura de Una, quien nunca habla(ba), converge en un único espacio: el aquí y ahora de la fecha de una nueva entrada en el diario.